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daniel campos
Photo by: Yosh The Fishhead ©

Aguacero tropical sobre La Libélula dormida

Había ido a despedirme de La Libélula, nuestra parcela familiar en Tárcoles. Después de muchos años fuera de Costa Rica, había tenido la oportunidad de pasar diez meses en el país y muchos fines de semana en esta bajura del Pacífico Central. Pero ya se acercaba el momento de mi regreso a Brooklyn. A lo lejos, hacia el este, sobre las cumbres del Monte Turrubares, se veían las culebras del relampagueo brillar en la oscuridad de la noche. Luego se escuchaba el retumbar de los truenos. Arreciaba el viento y se sentía el asedio de la tormenta. Los rayos de Zeus ya caían cerca y el estruendo nos estremecía.

De repente cayó un torrente de agua sobre la tierra. Los goterones golpeaban el techo de nuestra terraza. Pero ese sonido metálico también se escucha en la ciudad. Me impresionaba más el ruido seco de las gotas cayendo sobre las hojas anchas de la jatrofa y los almendros y sobre el follaje firme y duro del árbol de noni. Caía tanta agua, haciendo tal bullicio, que no escuchaba la voz de mi hermana Xinia cuando me hablaba. Se iba a dormir y yo me quedaba conmigo y la tormenta. Poco a poco amainó la lluvia y se alejaron los relámpagos y truenos. Hasta que cesó todo, incluso el viento. Me quedé absorto respirando el aire limpio y fresco.

“¿Me quiso ofrecer una despedida el Trópico?”, me pregunté. Me respondió el canto nocturno de ranas, grillos y cuyeos en la paz de la medianoche tras la tormenta.


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