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fabian soberon
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Aeroplano

a María Laura de Arriba, por la historia

 

Mi hija adora el aire como yo. Sé que le encanta volar. Ahora está en Estados Unidos. Cuando regrese, vamos a ser libres.

Durante toda su vida fue aviador. Esa fue su pasión y su última visión. Coleccionaba avionetas de aeromodelismo y compraba revistas por correo. Venían en una caja de cartón grueso desde Inglaterra. Aún lo veo frente a la ventana, con esa luz de ensueño mientras abre la caja y saca las piezas livianas y las mira con embeleso. Está perdido en el papel, en las alas, y sueña con las nubes. Mira por la ventana y se ve a sí mismo. Sé que se ve a sí mismo. Y nos ve a nosotros, sus hijos, perdidos entre las nubes. Esa es la felicidad.

Agarraba el auto, nos subía con parsimonia –todo lo hacía con lentitud y calma–, y nos llevaba al club Los Tucanes, cerca de la montaña. En el club había mucha gente. Era los domingos, el día de fiesta. Los paracaídas, los dueños de las avionetas y los que hacían saltos al vacío se reunían en la pista. El brillo del asfalto, los rayos que queman, los tengo en mi memoria como un talismán y como una condena. ¿Alguna vez elegí ir al club Los Tucanes?

Mamita, querida mía, viene mi amigo. Por favor, apurate.

Mi papá se llama Roberto y usa un bigote corto y el pelo engominado. Es puntual y obsesivo. Tan obsesivo que le gustaba escuchar los tangos de Gardel mientras alistaba su nave y siempre volvía sobre el mismo tango. Levantaba la púa del Winco y la seguía por los surcos, como si controlara que el disco fuera siempre el mismo y como si quisiera que no parara nunca. Yo lo miraba desde mi pieza. Me quedaba sentada en la cama y veía por el resquicio su silueta alta y delgada. A veces venía un amigo antes de la salida y hablaban del vuelo, del viento y de la luz del sol.

En el club había un rito. Él subía a su aeroplano y una avioneta negra y brillante lo remolcaba. La cosa era ver la salida y el lento ascenso como una procesión, como un ritual. Esa fue su única religión: el aire del domingo. Las alas, el viento, el viento como un padre que rodea a sus hijos. Después se pasaba un rato largo en el aire. Una vez alcanzó el record de la región. Estaba loco de alegría. Le había ganado a todos. Había estado mucho tiempo en el aire, solo, en silencio, contemplando las casas y los cerros, las vacas, el pasto como un manto interminable. 

¿Cuándo viene mi hija querida? Adela, llamá a la nena. Decile que vuelva del extranjero. Quiero que vuele conmigo.

Cuando se bajaba empezaba lo nuestro. Lo mío, en realidad. Me subía a la avioneta y me decía que disfrutara mucho. Yo lo miraba y no le decía nada. Estaba aterrada. ¿Cómo hace una niña que tiene vértigo para subir? Él me obligaba. No me preguntaba nada. Nunca me preguntó. Igual yo subía y miraba la cara de mi mamá y suplicaba en silencio. Mamá no podía hacer nada.

A pesar de todo, aferrada al asiento tieso de la avioneta, veía las casitas diminutas en los cerros y las rayas finitas de las fincas. Eran dibujos torpes hechos por manos sin arte. Y ahí estaba, entre las nubes, como un animal asustado en el cielo ciego.

Eso era yo: un pájaro en la mañana, sola y aterrada.

No voy a olvidar los dibujos de las nubes.

¿Qué hace este señor aquí? Adela, por favor tráeme el mate y el equipo. No, no, doctor, tengo que poner todo en orden. ¿Qué me dice? ¿Y esa señorita? Ella no es mi hija. No, se equivoca. Mi hija está en Estados Unidos. Ella triunfa en el extranjero. Adela, llamá a la nena. Decile que vuelva.

Durante la semana mi papá estudiaba las condicionas meteorológicas. Debía saber cómo estaría el viento, la visión, la lejanía. Todo lo medía en unos aparatos que tenía escondidos en la piecita del fondo. Mi mamá se dedicaba a las tareas de la casa y sólo le gritaba desde la cocina para saber si llovería o no. Mi papá se enojaba, se daba cuenta de que la mujer no entendía su pasión y su conocimiento.

Se pasaba horas en el fondo. Yo lo buscaba para jugar y él me decía ya va. Y no salía nunca.

Yo me quedaba en la pieza y agarraba los aeroplanos de juguete y los quería tirar por la ventana. Pero no me atrevía. Mi mamá entraba a la pieza y me miraba. Ella sabía que yo los odiaba. No me decía nada. Se limitaba a hablar con mi papá. Supongo que con eso me protegía. Yo era la mimada. Y él no debía enterarse que yo los odiaba.

Una vez me dijo que no había nada más placentero que estar conmigo en el aire. “Se siente una cosa aquí en el pecho, un soplo sordo que se parece a la libertad”. Lo miré sin entender y él sacó un cigarrillo corto y miró el cielo y se puso a largar el humo y a formar nubes en el jardín del fondo.

Mi papá está grande y tiene esa enfermedad que identificamos en las ideas repetidas, en los gestos absurdos, en los miserables olvidos. Su mano temblaba cada vez que decía sopa o baño o avioneta y solía quebrarse cuando hablaba del patio de su casa. Lo único que lamentaba era haber ido tantas veces solo al club. Decía que al día siguiente iría de nuevo al club. Yo lo miraba y tenía que contenerme para no contarle la verdad.

Ahora tiene ochenta y la acumulación del pasado como un mapa disperso. Las historias de los vuelos, las imágenes vividas de esos pajaritos y las formas de las nubes se mueven en sus ojos brillosos. Los instantes nítidos se pierden en un pasado que parece un océano o un planeta. Pero él ni siquiera lo sospecha.

Qué silencio hermoso, querida. Es el silencio de Dios. Dios está en el cielo, como una nube o como un pájaro. Hacia allí quiero ir.

La última vez, se sentó en la cama y levantó los brazos, como si estuviera en el aire.

Le dijimos que estaba en el club. Y entonces pidió que lo subiéramos a la avioneta. Mi mamá se cansó de inventar pretextos.

Mi casa por el pájaro. Mi casa por el pájaro. Adela, traé la mochila. Tenemos que salir con la nena. Ella adora el aire, como su padre.

Antes de que se lo lleven de casa, me paré frente a la ventana. La ambulancia estaba estacionada, fría. Vi la camilla blanca, los enfermeros eficientes, el médico que lo atendió hasta el final, la sirena que titilaba en la calle.

Siento un desprecio altanero y un orgullo extraño, escurridizo, como un agua que se cuela entre los dedos. El aeroplano es el símbolo de lo que ya no está. Mi papá es un fantasma vivo, un pájaro que se despide.

Se fue con los ojos abiertos, díscolos. Miraba al techo como si rozara el cielo. Para él, estará siempre. ¿Quién puede poner o sacar algo de su memoria?

Cielo, nube, bella nube.

Yo tenía seis años cuando me llevaba al club Los tucanes. Aún escucho el ruido de la avioneta. Aún escucho su voz: grave, fuerte, imperante.

Frente a mi mesa hay una avioneta de papel. La luz blanca inunda sus alas. Aunque siempre quise hacer otra cosa, nunca pude bajar del aeroplano.

Me veo en el aire. Y lo veo a él. Está entre las nubes, solo. Siempre quiso estar entre las nubes. Hacia allí va.


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