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Adentrarnos en aguas profundas

En Venezuela debatimos si ir a unas elecciones inútiles o si tirarnos a las calles tozudamente, sin que de una u otra opción se tenga garantía de éxito. Mientras, la élite se apresta para imponernos su nueva constitución «comunal», que en palabras más precisas, supone una comunista. Hoy por hoy, pasados lustros de la caída de ese ensayo fallido, los chavistas – o sería mejor decir los grupúsculos que nunca dejaron de soñar con la imposición de sus dogmas – pretenden emular el modelo que ha hecho de Cuba la ruina que es.

Nicolás Maduro ha sido desde muy joven un militante activo del comunismo retrógrado, en el que, no lo dudo, cree él por su innegable escasez académica, y otros, como los hermanos Rodríguez, por filiaciones viscerales poco sesudas. Acertada Thays Peñalver cuando asegura que tras 12 golpes fallidos, se disipan todas las incertidumbres sobre la naturaleza del orden político pretendido por la élite. Ignoro si Hugo Chávez habría hecho lo mismo, y poco importa porque está muerto, y no es él sino sus herederos los que impúdicamente arrojan a Venezuela por un derrotero de miseria espiritual y material.

Nos corresponde evitarlo. Nos atañe hacer cuanto esté a nuestro alcance para impedir el avenimiento de un «orden comunista», en el que la miseria y el dolor, la tortura y el asesinato sean comunes. Y no solo nos incumbe, sino que es un deber impostergable que nos impone el derecho natural y en nuestro caso, el texto constitucional. Sin embargo, lo sé, no es fácil. Es una tarea que aún se encuentra en estado embrionario, porque, lamentablemente, perdidos en sus pugnas por defender sus razones más que escuchar las del otro, la dirigencia opositora está fracturada… la oposición toda está fracturada.

Se habla de diálogo y, en efecto, este se impone cada día más como una obligación apremiante. No obstante, distinto de lo que puedan creer algunos – cierta y afortunadamente los menos –, ese concilio no tiene sentido intentarlo con la élite, que carece de interés y también de razones para ello. Lo tiene, sí, con los factores de poder, con los dirigentes, con los que hoy están realmente interesados en la reconstrucción de la democracia venezolana y del propio país. Ese acuerdo, en oposición a las aspiraciones comunistas de la élite, debe ser primero un acuerdo para superar esta terrible crisis, y luego, un émulo del Pacto de Puntofijo para asegurar, como lo hizo este en momento, la viabilidad del gobierno transitorio y del modelo resultante.

Las amenazas que se nos avecinan – aun si logramos la transición por el modo que sea – son inmensas. El Foro de San Pablo, el «bolivarianismo» (necedad mayor si tomamos en cuenta la formación del Libertador, un hombre «ilustrado» que murió 18 años antes de la publicación del «Manifiesto Comunista»), o lo que realmente es, el viejo reducto comunista negado a morir, ha sido vapuleado brutalmente en la región en los últimos meses y, sin lugar a dudas, la pérdida de los recursos que «gentilmente» ha regalado el gobierno revolucionario venezolano en detrimento de sus ciudadanos constituye una derrota cardinal para sus aspiraciones. Mal podemos desdeñar su reacción ante una eventual transición política.

Lo he dicho infinidad de veces. La reedición del Pacto de Puntofijo (se escribe así porque no refiere a la ciudad falconiana sino al nombre de la casa del doctor Rafael Caldera en Las Delicias, cuyo nombre deviene del punto más alto de la vieja carretera de San Felipe a Nirgua) se impone como un mandato, como una medida imprescindible para salvaguardar el orden resultante de esa eventual transición hacia un orden democrático, que se opone conceptualmente a ese otro modelo, a ese despropósito fallido desde hace más de dos décadas y que en Cuba y Corea del Norte tiene su más crudo exponente.

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