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paola maita
Photo by: Robert Bejil ©

About yesterday

He estado practicando yoga intermitentemente desde el 2009. A pesar de lo poco constante que ha sido la práctica en estos años, hay algo que he mantenido todas las veces que he vuelto al mat: el lugar que imagino como mi santuario personal.

La primera vez que escuché a una instructora plantear una meditación, pidió que imaginásemos un lugar que fuese nuestro, que lo hiciésemos a nuestro gusto. Mi mente enseguida se fue a un lugar que, a pesar de que podría pasar por poco original, sentí mío desde el primer momento que vi la imagen en mi cerebro.

Evidentemente, esa primera vez hice poca meditación en el sentido estricto de la palabra. Después de ver el lugar, comencé a pensar en cómo ambientarlo para que se sintiese mío. Creo que, si la instructora no hubiese insistido en que volviésemos al presente, me habría quedado perdida en el sitio, como José Arcadio Buendía en el sueño de los cuartos infinitos.

En otra clase de yoga hace un par de días, cuando otra instructora comenzó a guiarnos en una meditación, volví a ese mismo sitio de la primera vez: la habitación de piedra y ventanas muy altas ubicada sobre la cima de una montaña con vista al mar. Me sorprendió que, después de mucho tiempo sin meditar en una clase, volviera a ese lugar como otras tantas veces.

Sentada en mi habitación imaginaria, en medio de esa soledad acompañada que se puede vivir en la meditación de una clase de yoga, decidí ir hacia el pasado. Usualmente, las meditaciones tratan sobre el vivir el presente, pero ese día, el mar que solo existe en mi cabeza rugía en notas de nostalgia.

Pensé en todo aquello que he vivido y que ya no volverá. Me vi como estudiante de secundaria, maestra de flamenco, psicóloga de niños, delgada, veinteañera, alguien que tenía a sus amigos de la infancia en la misma ciudad, habitante de Valencia, persona que nunca había migrado, soltera… La voz de la profesora insistía en que estuviésemos en el aquí y el ahora, pero yo ya estaba muy lejos de aquel momento presente.

Volví a aquella habitación mal iluminada, donde ella me dijo Eres hermosa y yo me lo creí. Estábamos las dos desnudas en la cama, haciéndonos caricias, incrédulas de todo lo que acababa de pasar. Me sentía grandiosa y omnipotente, propio de los delirios de quien ha estado con alguien que ama.

Al mismo tiempo, la voz de la profesora que, por algunos instantes sonaba muy lejana, me insistía en recordar la sensación que había tenido durante la clase de yoga. Durante la clase, mientras me miraba en el espejo, noté cómo luchaba con posturas que en otro momento me eran sencillas. Veía los cambios que han ocurrido en mi cuerpo y cómo, a pesar de que he tratado de aceptarlos amablemente, en aquella práctica me sentía enorme y desfigurada.

Aquí y ahora se me antojaban como los lugares menos apetecibles. De haber podido, me habría quedado más tiempo en el recuerdo. A pesar de mis deseos, estoy segura que, tal como en el nivel más profundo del inconsciente en Inception, de haberme quedado más, menos habría sido capaz de volver.

Volved al presente, al aquí y al ahora. Id estirando los pies y las manos. La voz de la profesora me tiraba cada vez con más fuerza de vuelta al salón de clases, fuera de esa habitación de mis recuerdos. Aunque en mis oídos aún resonaba el eco de su Eres hermosa, ya no me lo creía. Se me habían acabado los… ¿Segundos? ¿Minutos?… Que tuve para estar de visita en aquel punto de mi pasado. Sentí cómo se me humedecían los ojos. Quería seguir sintiéndome hermosa, pero esa sensación no pertenecía a este aquí y ahora.

Agradecí que, la oscuridad del salón, las mascarillas, y la somnolencia de mis compañeros de clase, me permitieron disimular la tristeza con la que salí de aquella meditación.

Un par de noches más tarde, me encuentro con las siguientes frases al final de Las noches azules de Joan Didion:

Uno no teme por lo que ha perdido. (…) Uno teme por lo que todavía no ha perdido.

Normalmente, he coincidido con Joan en todo lo que he leído que ha escrito sobre el tiempo, el duelo y las pérdidas. Sin embargo, esta vez me atreveré a contrariarle. Hay cosas que he perdido por las que sí temo. Temo olvidarlas, que se me borre lo que viví, que se me esfume el ayer, el desvanecimiento de las sensaciones bonitas. Temo que el ayer se convierta en un terreno yermo e infértil.


Photo by: Robert Bejil ©

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