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Patricia Arenas

A Roma con amor

No fue mi intención perseguir a Woody Allen por Europa, pero apenas arribé a Roma y vi a un controlador de trafico haciendo señas a los autos, la imagen de a “Roma con amor” volvió a mis pensamientos y lo supe… este viaje se convertiría en escenas espontáneas de Allen. Ahí estaban esperando por mí, como postales en una tienda de souvenirs. A Roma sin duda la recuerdo con amor, me sorprendió su manera de vivir en un pasado repleto de historias y convivir, con ellas, con tal comodidad.

Durante mis años de estudiante de Arquitectura, la rivalidad entre Bernini y Borromini irrumpía en los talleres de historia, y algunos tomábamos partido fácilmente. Las palabras “me parece que Borromini es un exagerado” y por lo tanto no me “gusta”, eran maneras fáciles de catalogar algo que no teníamos el privilegio de conocer o que muy pocos tenían. Pero al entrar a “Santa Agnese” no pude más que admirarlo, los adjetivos en contra del barroco se derrumbaron totalmente e ingresé en una iglesia repleta, donde me esperaba no solo una multitud de turistas, sino un coro eclesiástico con músicos. Las palabras en italiano, los acordes de cello y violín, resonaban armónicamente por los pilares y cúpulas, cada pequeño detalle pertenecía a esa atmósfera, dejó de ser superfluo y se fundió con el todo. Era eso lo que buscaba Borromini, y toda la exageración que antes me parecía superflua empezó a cobrar sentido. Es esa diferencia de comprender algo por lo que te dicen y no por la experiencia de haberlo vivido, y aunque no puedo volver a la época dorada del barroco, la música con su poder de “máquina del tiempo” sin que tú lo entendieras, te transportaba a ese lugar, donde cada decoración era mucho más que piedra, era una expresión de una idea y no un tallado más o menos.

Poco a poco me fundía con las épocas que iba recorriendo, y Roma oh Roma tiene ese poder de transportarte a muchas épocas en pocas cuadras. El paseo comenzó a ser un viaje en el tiempo, y por momentos perdía la noción del mío. Me maravillé ante la fontana de Trevi y más que pedir tres deseos quedé anonadada de lo que una escultura puede hacer, no hay manera de que no creas en su magia, seas de la cultura que seas y basta con ver las miles de monedas en la fuente para que comprendas su verdadero poder.

El recorrido arquitectónico se intercalaba con un idioma tan agradable al oído como el italiano, y es que siendo muy sinceros, debe ser el lenguaje más sensual de este planeta y hasta la pelea más indecente tiene un tinte de drama en su pronunciación que no deja de ser atractiva para el espectador.

Poco a poco recordaba el plan de Sixto V e iba enlazando Iglesias como un rompecabezas, este plan urbanístico que formó parte de la primera campaña propagandista que conoció la humanidad, y elaborado obviamente por la Iglesia Católica, es una buena manera de conocer los grandes exponentes arquitectónicos romanos de forma “organizada”. Es así como vas uniendo plazas y plazoletas hasta el Vaticano.

Pero había una Iglesia no creada en esta campaña, mucho anterior al catolicismo que se convirtió en algo que yo no esperaba. Recuerdo ir caminando y pensar “tengo que conocerla porque no puedo venir a Roma y no verla” pero en mi ignorancia absoluta, quedé pasmada ante su belleza. Desde que entré me sentí una hormiga en este planeta, y no por su tamaño, hay muchas Iglesias en la misma Roma con el doble de su tamaño, pero su atemporalidad te transporta a un espacio donde no existen religiones, ni tiempo, ni espacio. Y todo se concentra en ese punto gigante de luz que lo tiñe todo, sus relieves cobran vida y te das cuenta de la inutilidad del color cuando las formas son tan magnificas. El Panteón en solo segundos, me hizo comprender lo que puede hacerte sentir un edificio; nunca había experimentado esa sensación (y soy Arquitecta), lo siento, tengo que admitir que ningún edificio de otro periodo de la arquitectura en el que haya entrado hasta ahora, logra detener el tiempo como el Panteón. Lo detiene con tanta naturalidad que hasta la matemática gravada en sus pisos cobra otro sentido.

Woody Allen volvía a mi mente, entre olores de una exquisita cocina, y sonidos cuando atravesaba pasajes y callejones. Y Roma desplegaba un abanico de posibilidades que no conocía, esa dolce vita de la que todos hemos escuchado, no es más que comprender la no temporalidad de nuestra existencia. Y el Romano lo sabe, por eso vive cada minuto de su vida de manera tan intensa.

Dejé a Roma con Amor, y emprendí mi viaje hacia Barcelona, donde sin imaginarlo me esperaba “Vicky y Cristina”.

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