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A la pesca de la ballena con Juan Antonio Vasco

Cuando en los años setenta empezaron a llegarnos desde la Argentina, al apartado postal de la revista La Gaveta Ilustrada (1976-1981) las cartas, firmas —un collage de líneas—, relatos y traducciones de Juan Antonio Vasco (Buenos Aires 1924 – 1984), sabíamos que tarde o temprano alguna editorial venezolana habría de interesarse por sus textos. Trabajos, todos, ordenadamente dispuestos en cuartillas —tamaño carta, 30 líneas, papel casi transparente, agujeros de los que se hacen para sujetar las palabras dentro de una carpeta manila— a máquina, doble espacio. Imprescindible describirlas detalladamente, pues eran cuartillas puestas a concretar la memoria de este autor, quien no podía tomar por sí mismo las armas (el gesto, es decir, la piel sobre el teclado de la máquina) como consecuencia de una esclerosis múltiple que paralizó su cuerpo pero no su facilidad para volcar en la palabra la imagen.

Juan Antonio Vasco, caraqueño adoptivo, al vivir por más de una década en el país, se unió a principios de los sesenta al grupo surrealista de El Techo de la Ballena (1961-1969) integrado por Juan Calzadilla, Carlos Contramaestre y Adriano González León, entre otros, insistiendo con ellos en “jugarse su existencia de escritores a coletazos y mordiscos”.

Y es desde esa premisa que surgió su libro El monigote y otros relatos, publicado un ya lejano 1981 por Fundarte, donde el autor inscribió los desarrollos de una sociedad que ahora se vislumbra tan alejada en el tiempo.

La estructura de aquel libro viene dada por cinco textos: “El monigote”, “El quirófano considerado como medio de transporte”, “Un hilo de baba”, “La cama carnívora” y “Cantata con armonio y tren metropolitano”. Todos ellos inscritos dentro del oficio de contar, contarle al lector, sin necesidad de números, las unidades, decenas, centenas, unidades de mil incluidas dentro de una cifra, infinita como la experiencia que de cada palabra puede extraerse. Y me remito a esa imagen, porque se adapta perfectamente a la sensación recogida por el lector cuando comienza a recorrer cada texto: la precisión, aritméticamente hablando, que refleja un número cualquiera.

La precisión trasladada al acto de desarrollar organizadamente las partes del relato —recuérdese la exactitud con que los números se suceden al formar una cifra— generalmente compuesto por fragmentos de historias diferentes que avanzan paralelamente, a veces se superponen; pero que, en definitiva, alcanzan a conformar el cuerpo —“ese vacío que recorre cada fragmento del texto hasta lograr que no hayan fragmentos”— cuya fisonomía vendrá dibujada por esos mismo fragmentos al hacerlos converger en un final simple pero contundente: “Pobre Cloe, estaba tan triste, por eso me digo para mi sentina que es mejor estar encerrado en un cuarto y salvarse de dictar clase, ni pensar en los avisos para influir en las capas desconcertadas de la población, ni restañar copiosas cataratas de sangre, ni salvar del Caribe a Cloe” (…). La mujer de Urteaga alzó la cabeza después del último acorde y yo era el único que se levantó para aplaudir, porque soy el único que queda”.

En el Monigote y otros relatos, el autor es el centro de la brújula por medio de la cual el lector se orientará a buscar la dirección en que se dirige el texto. Y es el centro porque J. A. Vasco así se desenvolvía: la realidad girando alrededor suyo. Desde su cama veía —y más que ver adivinaba imaginando— los movimientos a los que quienes le rodeaban (Isabel una “mujer con cama adentro”. El enfermero que cuando “se toma franco no me levanta de la cama y tengo que quedarme allí grabando mis traducciones”. Abuela Higinia con la vejez sentada frente a ella “mirándola sin pausa ni hostilidad”) entregaban sus respectivos cuerpos.

Todos, intentando crear un movimiento más a fin de suplir los movimientos que este escritor solo ejecutaba entonces en imagen y trasladaba a sus personajes, utilizando el lenguaje donde se combinan citas de autores reales e ilusorios con expresiones criollas, modismos porteños, términos médicos y científicos, dentro del marco geográfico fundamentalmente venezolano, al ser El monigote y otros relatos un libro escrito desde afuera pero contra ese paisaje: “Un buen día, después de haber repasado su Lucrecio en español y latín, triturado simultáneamente con voracidad de bachaco el Scientific American y cierto periódico caraqueño fechado en 1841, que promocionaba la venta de sanguijuelas, a Edmundo Zambrano le brotó, según hemos dicho, la idea germinal de la iconoterapia”.

Un libro donde el humor, como descarga de la necesidad de vivir del autor, cubre decisivamente la anécdota dirigiéndola hacia la esquematización de los sucesos para desarrollarlos paralelamente o por superposición y mezcla de lenguajes, y recrearlos dentro del contexto vernáculo, aunque evidenciando un desfase temporal con la Venezuela moderna, al haberse por varios lustros el autor desligado de la fricción cotidiana; el roce al cual, quienes diariamente se movilizan por los altibajos políticos y los desafortunados tratados limítrofes que históricamente han reducido la geografía nacional, se ven pasivamente sometidos. Citando a Isaac Chocrón: “Nos hemos vuelto insensibles. No podemos experimentar sensaciones. Estamos inertes con nuestra bonanza. No sentimos. Somos dicharacheros porque no tenemos nada que decir. Formamos una algarabía porque la confusión y el atropellamiento nos salvan de pensar”. Una reflexión que, dada la profunda crisis humanitaria donde se hunde hoy la república, pareciera corresponder a otro país.

Y, ciertamente, hacia idénticas aseveraciones apunta J. A. Vasco, al cincelar con su lenguaje episodios más alejados en el tiempo, aunque al mismo nivel de reflexión, a fin de criticar los excesos de la sociedad caraqueña del pasado siglo. “Eran otros tiempos, ya no circulaba la peseta de cinco reales (la mitad de un fuerte), ni el agua del Guaire se comparaba con la fuente de Bandusia (…). Cuando una facultad de la U.C.V. compraba por fin su computadora, otra intensificaba las intrigas para hacerse con una máquina todavía más cara y de más reciente ‘generación’”. Algo que, ante la situación de pobreza extrema por la cual atraviesan los profesores universitarios actualmente, evidencia la distancia existente entre aquella pujante nación y la que intenta sobrevivir entre los girones de la tierra arrasada.

La reflexión necesaria siempre, imprescindible ahora cuando el entorno, nosotros, estamos perdiendo nuestra capacidad de asombro ante las incongruencias con que la dictadura ha destruido el tejido patrio. Pero Venezuela  no se paralizará jamás; la escritura de J. A. Vasco tampoco perderá su lustre, y con este libro el lector tiene, a la distancia de las décadas, oportunidad de acercarse a su labor. Acercamiento al cual su extensa obra dio continuidad, pese a los dramas del cuerpo personal; con lo cual nunca habría podido repetírsele a Juan Antonio Vasco las palabras de Jacques Prévert, de quien fue entusiasta traductor, inscritas en un poema suyo, cuyo título también abre esta nota: “si alguien pregunta por mí/ Sea amable y dígale:/ La ballena ha salido,/ Siéntese,/ Aguárdela,/ dentro de quince años sin duda volverá”.

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