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Jeronimo Alayon

518

21 de febrero de 2008. 3:00 a. m. Un fuerte dolor estomacal me hizo abortar un viaje por avión desde Caracas a la ciudad de Mérida, en los Andes venezolanos. No fue una decisión fácil, puesto que debía dictar un curso a una treintena de personas, y ello comprometía gastos considerables de viaje, alimentación, honorarios y alquiler de las instalaciones.

Salvo el malestar estomacal —y el moral por haber declinado el compromiso—, aquel día transcurrió con relativa normalidad hasta que a las siete de la noche una noticia me dejó perplejo: el vuelo 518 de Santa Bárbara Airlines, en el que debía regresar aquella tarde, se presumía estrellado en algún lugar de la cordillera andina. Yo, con el boleto en mis manos, no podía dar crédito a la noticia. Al día siguiente teníamos cifras confirmadas: 43 pasajeros y 3 tripulantes (todos los que iban a bordo) habían muerto. El número 518 es, por tanto, un símbolo en mi vida, un poderoso símbolo.

Ese día pude perecer en el fatídico accidente. Quizás haya sido yo el único que no abordó aquella tarde dicho vuelo. Algo tan azaroso como un dolor estomacal me apartó de no regresar nunca a mi hogar. Mi esposa y mi hija (de apenas un año) habrían quedado marcadas por la tristeza, irremisiblemente, pero un fortuito quebranto de salud lo impidió.

Decía Friedrich Schiller que «no existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas». Claro, hay que ser un idealista empedernido para decir algo así y otro para creerlo. Y yo lo soy. La vida está llena de misterios inescrutables. Solo quien cree en el misterio puede creer que hay «fuentes profundas» de las que mana una parte de lo circunstancial.

Discutir sobre la libertad del hombre es un tema filosóficamente engorroso. Personalmente soy de los que dan poco crédito a la libertad, y la estimo como tal solo en la medida en que me hallo más dentro de mí. Eso que llamamos libertad en el mundo es una ilusión: todos estamos más o menos dirigidos por otros, llámese estamento legal, convención social, aire de época o hasta la hermosa fraternidad en cuyo nombre no pocas veces se conculca la libertad de criterio. Solo en la eternidad interior somos realmente libres. Lo que pienso cuando estoy bajo el cielo de mi interioridad es verdaderamente libre si así lo deseo… Claro, hay los que ni allí pueden zafarse del imperativo de las masas…

Pero ¿qué tiempo rige mi interioridad? Esta pregunta es clave porque 518 es también un símbolo de mi propio tiempo personal, lo cual no explicaré, claro está. Sí lo del tiempo interior. Nuestra eternidad interior discurre en un tiempo que los griegos llamaron kairós. Es el tiempo de la psiquis, diverso de cronos (el tiempo de los relojes).

La lógica tempo-espacial en kairós hace que los planos de la acción se superpongan o se sucedan casi arbitrariamente, con lo cual, por ejemplo, dos personas podrían estar enamoradas en un mismo cronos, pero su kairosis (momento oportuno en el que el yo se funde con su narrativa personal) quizás se halle desfasada porque uno o ambos no está a tiempo. Este es el fundamento de La casa del lago (2006), una película del director argentino Alejandro Agresti. Y es más común de lo que pensamos, pues el amor ocurre en cronos, pero se realiza en la kairosis.

Así como cronos está signado por el tiempo y el instante, kairós está definido por el momento oportuno. ¿Cuántas cosas nos han sucedido en el momento oportuno? En todas ellas hemos alcanzado la kairosis, y esta, a su vez, hace posible la kairofanía (es decir, la epifanía del kairós, esa revelación del momento oportuno en el que se da la sincronía perfecta entre cronos y kairós). Aquella madrugada del 21 de febrero de 2008 sonó el despertador a las tres de la madrugada y justo en ese momento sentí el malestar que me llevó a decidir no volar a Mérida. ¿Coincidencia? Yo lo llamo misterio…

Razón, sentimiento, intuición y voluntad: la conjunción de estas facultades hace posible la kairofanía. Por ello es tan difícil lograrla, y cuando involucra a dos personas, aún más porque implica la sincronicidad (cronos) de dos en una sola kairosis. Visto así, el amor y la amistad son un prodigio… A veces la sincronía cronos-kairós abre el compás de la tercera temporalidad griega, la aiónica, la eternidad… Pudo ser mi caso aquel 21 de febrero, como lo fue para 46 personas que ya no están, pero lo extraordinario es cuando aion se nos revela en vida, y decimos que nos parece eterno algo o alguien porque a su lado el tiempo se detiene.

En todo caso, kairós y aion son los tiempos del misterio. En ellos no hay coordenadas cronológicas que valgan ni seguridad alguna que nos amarre a nada firme. Una virtud por excelencia del hombre kairótico es la esperanza, la de quien espera con la certeza de que las cosas sucederán en el momento oportuno, pues sabe que una parte de aquellas manará de alguna fuente profunda…

Otra virtud del hombre kairótico es la fe, pues siendo el misterio la patria por excelencia de kairós, todo cuanto la habita está en el seno de lo insondable, a lo cual no se llega en una experiencia sensorial o intelectual, sino en un acto de fe. Los misterios no se sienten ni se piensan, se creen. Así pues, el hombre kairótico cree que en la hondura del misterio están las «fuentes profundas» de las que habrá de manar aquello que con certeza espera.

Vivir en esta perspectiva supone una gran paz interior, dado que se entiende que todo tendrá su momento oportuno para realizarse (y no por ello, sin embargo, nos es dado renunciar al propio esfuerzo). Quizá sea propicio recordar aquel primer versículo del Eclesiastés: «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol». Allí están kairós y cronos, momento y tiempo. Y saber sincronizarlos es un ejercicio de sabiduría, de interioridad y de profunda conexión con los otros, que requiere de fe y esperanza.

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