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A los 140 años del nacimiento de Antonio Machado: Los modernistas españoles ayer y hoy

Si bien Octavio Paz consideró que Antonio Machado (1875-1939) prefirió abocarse a un tiempo pretérito en vez de centrar el presente que le tocó vivir, quizás gran parte de la fuerza interna de sus textos resida en la sabiduría con la cual supo volver al pasado, sin negarse a un presente histórico donde, como en nuestra contemporaneidad, la existencia se hallaba signada por un tiempo poblado de excesos. Hambre, violencia contra los más desprotegidos, intolerancias religiosas y sociales, represión política, en un ambiente de pre-guerra nacional y mundial, marcaron su recorrido literario. Machado desde la tierra castellana “estéril y raída/ donde la sombra de un centauro yerra”, escribió sin embargo una obra, cuya eficacia reside justamente en su universalismo. Ello, además de darle cabal sentido a la generación del 98 español, dentro de la cual se hallaba inmerso.

De hecho, el autor comulga con el mismo “dolor por España” de sus compañeros, especialmente con las inquietudes existencialistas y metafísicas de Azorín. Del término “generación del 98”, Azorín lo inventa, Valle-Inclán se lo salta, Baroja lo rechaza, Unamuno lo acepta, sin darle mayor importancia, y Machado le da todo su sentido dentro de la modernidad. Pero es necesario apuntar que, aunque desde estéticas distintas, estos autores, junto con los modernistas hispanoamericanos, se rebelaron contra el estado del mundo y de la época, en un tiempo cuando el intelectual todavía tenía un peso y una voz dentro de la sociedad, que hoy desgraciadamente ha perdido. En Hispanoamérica, dándole la espalda al modo de vida burgués, mediante una literatura que lo criticaba negándolo, y en España adoptando una actitud agresiva ante el mismo.

El saco del modernismo literario resiste, no obstante, el peso de ambas corrientes sin romperse. Por una parte, la que atañe a la experimentación con la métrica del verso y la libertad del lenguaje dentro del texto; donde el subjetivismo, la actitud  contemplativa, el existencialismo y el simbolismo tienen cabida en diversas dosis. Algo observable tanto en la obra de Manuel Gutiérrez Nájera, Leopoldo Lugones y Rubén Darío en Hispanoamérica, como en la de Unamuno, Azorín y el Valle-Inclán de la primera época en España. Y por otra, la que comulga con un realismo revolucionario, representado por José Martí en Hispanoamérica, y por el tardío Valle-Inclán y por Baroja del otro lado del océano.

En ambos continentes, sin embargo, los antiguos regímenes se desmembraban y la revolución industrial cambiaba el mundo. Hispanoamérica pasaba de la colonia a la producción en cadena, y España perdía con Cuba, Puerto Rico y Filipinas, los últimos restos de su imperio. Esto, con la consecuente desaparición de sus mercados “allende los mares”, que trajo el descontento y las luchas sociales de los trabajadores, enfrentados a una burguesía también descontenta.

Los modernistas españoles se hicieron eco de ese pesimismo, que ya Baltasar Gracián había recogido en sus versos, al asistir a los primeros resquebrajamientos del imperio dos siglos antes. Pero hubo que esperar hasta borrarse todos los trazos de aquel mismo imperio, para ver el resurgir de las letras españolas viviendo, hasta la llegada de aquellos autores, del resplandor dejado por el Siglo de Oro al extinguirse.

Miguel de Unamuno (1864-1936), quien “A un pueblo de arrieros,/ lechuzos y tahúres y logreros/ dicta lecciones de caballería”, fue socialista en su juventud y entró en una profunda crisis religiosa, llevándole al espiritualismo y la problemática existencial. En torno al casticismo (1895) refleja esta primera etapa, en tanto que El sentimiento trágico de la vida (1912), Niebla (1914) y Abel Sánchez (1917) se corresponde con la época de madurez filosófica.

José Martínez Ruiz “Azorín” (1873-1967). “¿Cuya es la doble faz, candor y hastío,/ y la trémula voz y el gesto llano,/ y esa noble apariencia de hombre frío/ que corrige la fiebre de la mano?”, se pregunta Machado, a la vez que lo llama “admirable” y “reaccionario” al mismo tiempo, por su “asco a la greña jacobina”. Azorín, pues, de pensamiento anarquista, y quien a partir de 1897 derivará hacia el escepticismo y la contemplación del paisaje. Será él quien encierre a su generación en un marco de abulia, donde su Castilla (1912) es la alegoría de esa España que pareciera no cambiar nunca.

Pío Baroja (1872-1956). “Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve/ un ascua de su fuego al gran Baroja,/ y otro siglo, al nacer, guerra la mueve”, perfiló Machado, a quien llegaría a ser, en palabras de Carlos Blanco Aguinaga, “uno de los símbolos de la España liberal no asimilada por el franquismo”. Aunque Baroja se unió en un principio a él pues, si bien por la fuerza, restauró el ansiado orden. Un orden, no obstante, que el escritor criticaría después hasta su muerte. La lucha por la vida (1904), es prueba de ese desorden, que El árbol de la ciencia (1911) cínicamente asimiló, dentro de la “estupidez humana” que Pío Baroja siempre atacó.

Ramón del Valle-Inclán (1866-1936). “Plúrima barba al pecho te caía./ —Yo quise ver tu manquedad en vano—./ Sobre la negra barba aparecía/ tu verde senectud de dios pagano”, lo retrata Machado. Un outsider en el grupo, podría decirse de él, pues fue un avanzado dentro de su época y, con el mismo Antonio Machado, ocupa un lugar muy singular entre los modernistas españoles. Ello es así, pues desde su posición al margen, logró evolucionar del escepticismo y esteticismo superficial, contenidos en sus Sonatas (1902-1905), a los esperpentos característicos de Luces de bohemia (1924) y Tirano Banderas (1925), donde cobra conciencia crítica de la situación de España, al tiempo que redefine el término modernismo.

Tal toma de conciencia crítica, fue asumida desde un principio por Antonio Machado, quien regresando a la tradición, al “camino”, vuelve paradójicamente “la vista atrás”, para vislumbrar el futuro de España y ponerle marco al cuadro que contendrá a la generación del 98. Y es que “con el andar de los inventos se hace camino a la historia; y al volver la vista al pretérito se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, parafraseó muy irónicamente el filósofo español, exilado en Venezuela, Juan David García Bacca.

Machado hará de su obra un viaje inverso; deshila la historia de España y presagia el futuro partiendo de esa vuelta al pasado que Paz censuraba al afirmar: “Era imposible seguir a Machado y a Unamuno en su regreso a las formas tradicionales”. Tal operación, sin embargo, será lo único que le permita verdaderamente mirar más allá. Con su poesía, especialmente Soledades (1899) y Campos de Castilla (1912), retratará lugares, nombres de hombres y paisajes, en un lenguaje que fue tildado de “envejecido” en su tiempo. Nada más alejado del ojo contemporáneo, pues en Machado el regreso no es sino reciclaje de una estética que busca revalorizar la memoria, con lo cual logra inscribir su trabajo dentro de una realidad histórica mucho más amplia.

Es por ello que da sentido a los restantes escritores de su generación, pues “al volver la vista atrás” visualiza claramente su situación y su papel dentro de la sociedad que le tocó vivir. En otras palabras, saca al objeto poético de su contexto y, como Marcel Duchamp con sus readymades, lo traslada a un presente donde la estética modernista rechazaba la “difícil sencillez” de su lenguaje. Por eso, entender l’écriture avant la lettre en la poesía de Antonio Machado, exige desligarla de su hábitat natural para encontrarla en un contexto que le es ajeno. Y esto es, sin duda, uno de los signos más fehacientes de modernidad.

“El mañana, señores, bien pudiera ser un retorno —nada enteramente nuevo bajo el sol— a la objetividad, por un lado, y a la fraternidad por el otro… Comienza el hombre nuevo a desconfiar de aquella soledad que fue causa de su desesperanza y motivo de su orgullo”, profetiza el autor, en su proyecto de discurso de entrada a la Real Academia de la Lengua Española, en 1931. “Objetividad” que es aquí estilización del verso y precisión de la prosa; esta última abordada desde la desterritorialización, en el sentido que Gilles Deleuze le otorga al término, es decir, rebasar la línea del yo y desdoblarse para poder fugarse de sí mismo.

Sus alter egos Abel Martín y Juan de Mairena serán, en este sentido, las hojas del espejo donde el poeta se mira y después cierra… como un libro. Pero escapar de uno, “huir no significa, ni muchísimo menos, renunciar a la acción, no hay nada más activo que una huida”, apunta Deleuze. De ahí que cuando Machado se desdoble en sus reflejos, no haga sino ser consistente con su objetivo último: mostrar lo anquilosado de las estructuras del pensamiento español, al iniciarse el siglo XX, para poner en evidencia su fracaso.

Abel Martín y Juan de Mairena recogen, pues, con un lenguaje demoledor, la sexualidad, la filosofía, la religión, la estética y la política de manera abarcadora. Porque no hay en Machado un espíritu de capilla, cónclave o refectorio; tampoco el afán localista de sus compañeros de generación. Defiende por ejemplo la causa republicana, cuando parecía haberse apagado la llama del 98, que sin embargo incendiaba las iglesias de España.

El exilio del poeta y prematura muerte, poco después de cruzar la frontera huyendo de las tropas franquistas en las postrimerías de la Guerra Civil, es la prueba sensible de sus convicciones. Unas convicciones creciéndose hoy, cuando la flama de los fanatismos y los sectarismos amenaza con incendiar lo bello de la cultura islámica, y exterminar la razón en Occidente.

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