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Dinapiera Di Donato

Pajarito que venís tan cansado

En la calle de la Madre Cabrini, cuando oscurece, vienen los zorrillos del bosque a registrar los cubos de basura. Nada los detiene. En los días de visitas guiadas, llegan emigrantes angustiados por sus papeles que se arrodillan en la capilla y rellenan peticiones para un milagro, que meten con algunas monedas en el buzón de cartas a la santa. Los zorrillos acechan. Los turistas que visitan la zona falsamente asustados por viejas leyendas urbanas que situaban a los inventores del crack en los altos de Manhattan, terminan haciendo un alboroto cuando los ven, los retratan tanto como al cadáver de la santa. Los zorrillos posan a prudente distancia con una lata de soda que alguien les obsequia. En cuanto a las fieras de pelea, solamente ladran cuando pasa ella, nunca los ha visto atacar a un turista con sus ardillas y zorrillos y topos. Marcó el número para presentar la queja, antes de que Berkut llegara y la encontrara bañada en sudor, todavía temblando. Está segura de que no se trata del mismo Pit Bull Terrier ni del mismo dueño. Pero se desvaneció.

Berkut corta la carne como le enseñó su padre cetrero para hacer la llamada de su pájaro, Nirgidma, que por entonces descansaba porque era verano y debía mudar las plumas. Que no, que no era crueldad, como pensaba su amiga venezolana al principio cuando veía a Nirgidma pasando hambre y con los ojos tapados. Cuando acabara todo aquello la iba a dejar libre, pero no en Manhattan para no romper el equilibrio ecológico. Ya había suficientes águilas Harris y halcones peregrinos criados para cuidar la ruta de los aviones. Los peregrinos cazaban a las palomas depredadoras de catedrales y los azores ahuyentaban pájaros enormes y comunes que ponían en riesgo a las aeronaves cuando se estrellaban contra ellas.

Berkut no entendía cómo su amiga, una criatura de tanto vuelo como para salir airosa de más de una catástrofe, se estuviera extinguiendo asustada por un perro que dicen es de los más dulces con los humanos. Tampoco la otra entendía cómo una kazaja de ojos dorados hubiera venido de tan lejos para quedarse en su vida. Guardaba aquella primera imagen capturada desde su ventana hacía quince años cuando seguía con los binóculos a un ave extraña: la carne blanca vestida solamente con una garra cetrera asomada desde una ventana y el halcón que la siguió dentro del edificio.

Cuando Berkut viene, procura no hablarle de sus cada vez más frustrados paseos por el río. No quiere que la joven la vea ocupada en recuerdos, ni malos ni buenos, sin tomar notas, porque tampoco junto al agua logra serenarse. Ahora acude diariamente a la capilla donde se exponen los restos de santa Francesca Saveria Cabrini, como solía hacerlo en invierno cuando escribía en el último banco con el ordenador liviano que le trajo Berkut. Hace años que sentía la misma repugnancia por el cuerpo de la embalsamada, después de todo no tiene el corazón allí, pero ahora antes de sentarse a escribir le hace una reverencia y al irse le dice salúdeme por favor al escritor Pietro Di Donato, de quien casi nadie se acuerda. Ni de las mandolinas ni de las voces antiguas, tampoco. Si dejaran de relacionar a Mario Puzo con Rigoletto y a la ópera con un circo du soleil cantado, conocerían mejor a un Di Donato de nariz griega, lo opuesto de un narigudo espaguetero que en nada se parecía al cliché de emigrante del siglo diecinueve, martirizado por patrones y mafiosos y consolado por niñas beatas dedicadas a redimir los pecados de sus depredadores. Las niñas florentinas de Dante, la hija de Rigoletto, de Capuleto que cuando nacían, llenaban las ventanas de avecillas. Estaba segura de que Di Donato, el biógrafo de Francesca Cabrini, hoy hubiera sido amigo del escritor Junot Díaz. También estaría encantado con los nuevos íconos populares femeninos, como el personaje a lo Lisbeth Salander y Malala que Berkut creó para su página electrónica dedicada a la venta de accesorios con grifos alados sacados de unos marfiles de la colección de la Hispanic Society, unas calles más abajo. Berkut no debe saber de sus permanencias en la capilla.

No sabe que ahora no abre el ordenador y olvida los binóculos. Que a la momia le habla de unos niños suicidas, uno que se lanzó del Washington Bridge, “jumping off, Sorry”, convertido en la loca del webcam, por fantasmas homofóbicos, otra que era una poeta venezolana que pasó por la ciudad haciendo activismo. La conmovían esas muchachas, sobre todo poetas o cantantes que querían cambiar las cosas desde dentro, como las alegres y profundas Terciarias Capuchinas de su infancia, que se iban a morir a las misiones de las selvas. Cuando supo que la poeta activista se mató a su regreso a Caracas estuvo consternada, pero en lugar de asomarse a los homenajes empezó a quedarse más tiempo en la capilla.

˗ Que los subiera a una barca por los mares de China, a los pobres niños, como en sus mejores sueños, señora Francesca.

Oyó al fondo, en español, otra vez la pájara jodona. Pájara aquí, cachapera allá, pero nunca le pesó no haberse ocupado de no desplazarse socialmente. Pietro Di Donato, Madre Cabrini y Junot Díaz, serían unos blanquitos asomados como ella, en estos lugares. Pero no vino a New York a conquistar. Ni siquiera en Venezuela se ocupó del ascenso social. Le hizo gracia venir a pensar ahora en cosas tan retrógradas. Algo le decía que los animales también se estaban enfermando. El perro sufría ataques de pánico y arremetía contra ella que trastabillaba aferrada a sus paquetes y, justo antes de ser derribada, solía aparecer alguien tirando de la cadena mascullando excusas. No había manera de alcanzar la entrada de su edificio sin pasar por donde vivían los criadores de perros de pelea destinados a las apuestas clandestinas que apenas la olían, sabían que sufrían de lo mismo.

Berkut entró con su propia llave y la vio en el suelo, con el teléfono, la portátil y las compras regadas por el piso. Adivinó que había vuelto a suceder. Apenas su amiga lograba sobreponerse, una nueva escaramuza le restaba fuerzas. Se valieron de todos los recursos de buenas vecinas hasta que intervino la policía, solamente para demostrar la buena educación, la legalidad y hasta el heroísmo del animal que, como se demostraba con vídeos, no pocas veces se había interpuesto entre el proyectil de los zorrillos que salían del bosque al caer la noche y un ojo de bebé en peligro. Un zorrillo puede ser mortal para un recién nacido y una señora mayor que a duras penas se tiene en pie, también.

Nirgidma y todas las arpías de la zona arrastran al perro por los aires con alguien enredado a la cadena. Piensa que su amiga abrirá los ojos y, como antes, se irá con los binóculos a rastrear adonde sueltan la carga aquellos pájaros.

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