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Nueva York, de tabernas, bares y artistas (Parte II)

Nueva York, de tabernas, bares y artistas (Parte I)


Resumen de la primera parte: Si en el bar limeño El Cordano el gran poeta peruano Martín Adán escribió algunos de sus más célebres poemas, en servilletas de papel, el que está situado entre las calles de Maipú y Córdoba en Buenos Aires fue escenario del legendario segundo encuentro entre Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. En el Blue Bar de Nueva York se reunían escritores y dramaturgos y allì nació la Round Table, cofradía conformada por algunos de los mejores periodistas y críticos literarios de la época, entre ellos el fundador de The New Yorker (1925), Harold Ross.

En Nueva York viven decenas de rutilantes estrellas del espectáculo y los deportes, y ricachones de todo el mundo. Algunos de ellos, de repente, hasta toman el subway y comen su pizza de dólar, para terminar desvaneciéndose bajo las luces de la ciudad, porque Nueva York, como canta Frank Sinatra, es inconquistable. Nada más cierto si hablamos del PJ Clarke’s, bar/restaurante ubicado en la esquina de la Tercera Avenida con la calle 55. Tiene 130 años y es un clásico de La Gran Manzana.

Tiene fama de preparar las mejores hamburguesas de la ciudad y como está ubicado en pleno centro financiero de NY, su clientela son, sobretodo, ejecutivos, algunos famosos y “gente de bien”, como dirían las abuelitas. Tanto es así que, hasta hace algunos años, era habitual ver en su bar y su pequeño comedor a Sinatra y Jacqueline Kennedy Onassis. Aun ahora, si uno va seguido al PJ Clarke’s con toda seguridad compartirá barra, alguna vez, con Salma Hayek, Benicio del Toro, Andre Agassi, Johnny Depp, Sandra Bullock o Renée Zellweger, entre muchos otros. El mismo Mario Vargas Llosa, quien ganó el Nobel radicado en Nueva York, ha escrito que los huevos benedictinos que preparan en PJ Clarke’s son una delicia –me consta-.

Pero New York es bastante más que la capital cultural y financiera del mundo. Las calles que inspiraron a Federico García Lorca a escribir Poeta en Nueva York, son, sobre todo, una inagotable caja de pandora, un mega experimento social, una visión del mundo, una ventana al futuro. Si Flaubert dijo que la literatura es una manera de vivir, nosotros podemos decir también: Nueva York es una manera de vivir. Alguna vez el fuego que la alimenta se extinguirá, pero entonces quedarán la leyenda y el sueño, así como quedaron la Troya de Homero, la Lisboa de Pessoa, el París de Balzac o el Dublín de Joyce.

En ningún otro lugar confluyen con tanta normalidad gentes de tantas partes, diversas y lejanas, pueblos rivales y desconocidos. Esto se da porque detrás de las características particulares de cada quien y de cada comunidad, de las historias y circunstancias personales que han podido traernos hasta aquí, de alimentar nuestras creencias, prejuicios, complejos, aspiraciones y autoestima; existe el denominador común de querer empezar una nueva vida, de cambiar, ser otro, quizás mejor. Y a veces, incluso, de ser parte de una sociedad que, nos guste o no, es la voz cantante y más nítida de ese fenómeno que llamamos globalización. Esto pasa, seguramente, en el resto de América o en cualquier ciudad del mundo que reciba inmigrantes, pero definitivamente no en la misma dimensión e intensidad. Sin embargo, todos los extranjeros de Nueva York o USA sabemos que nunca vamos a ser verdaderos estadounidenses. Eso está claro, aunque lleguemos a tener pasaporte gringo y cantemos de memoria: “America the Beautiful”, e incluso si llegamos al punto de amar la tierra de Jefferson y Eleanor Roosevelt. Pero nuestros hijos sí, dicen muchos -no sé si porque les gana el optimismo, la ingenuidad o la realidad-, pero sí podemos aspirar a ser neoyorquinos de verdad.

Ya García Lorca se había percatado de la inmensidad de la ciudad, con menos de un año estudiando inglés en la Universidad de Columbia, entre 1929 y 1930; experiencia que sería vital para su obra y la poesía hispanoamericana. Por aquellos años reflexionó, luego de visitar Wall Street: “En ningún sitio del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoniaco del presente. Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre”.

Luego escribiría estos versos magistrales: “Nueva York (oficina y denuncia): “No es el infierno, es la calle. / No es la muerte, es la tienda de frutas”. Para el escritor cubano Reinaldo Arenas, en cambio, la ciudad significó al principio una nueva y delirante vida de libertad, después de haber sido encarcelado en Cuba por su condición homosexual y por su oposición al gobierno de Fidel Castro. Logró escapar de la isla clandestinamente durante la crisis de Mariel, para instalarse primero en Miami y luego en Nueva York, a principios de los ochenta, muy cerca del Times Square. Ya instalado ahí visitaría constantemente los bares gay de la zona de Harlem y del Village, y en sus propias palabras, lo que encontró fue: “una Habana en su máximo esplendor”. Viviría una vida marginal y hedonista, muy política como mentor de otros artistas exiliados. Enfermó de Sida y se suicidó un 7 de diciembre de 1990. Su final en Nueva York no fue un final sensual como había aspirado casi toda su vida, sino macerado en drogas y alcohol, y en la desolación y la marginalidad, pero también político y trágicamente literario: “Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro”, escribió en su carta final, suicidio que trae resonancias de otra muerte voluntaria, ésta un 2 de diciembre de 1969, con José María Arguedas de protagonista: “Y ahora estoy otra vez a las puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien. Y no deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo inepto, en un testigo lamentable de los acontecimientos”. “No puedo seguir trabajando”, “trabajar bien”, uno contra la dictadura, la homofobia, el exilio y el comunismo, otro contra el racismo y la discrimación cultural. Ambos incomprendidos y agotados, arrinconados y caricaturizados, incluso ahora, pese al auge de los estudios culturales, de género, de minorías, y de eso que llaman Zonas de Contacto ¿?

Arguedas vivió su propia pasión por NY, una pasión de pocas noches, de unas cuantas horas, también en Harlem, en brazos de una prostituta negra, que le hizo comparar NYC con un río torrente y vigoroso como el amazonas. Los últimos años de Arenas, en cambio, fueron de desilusión de la sociedad americana, por eso escribió El Portero, novela autobiográfica que cuestiona la idea de libertad y el happy ending gringo, y que se inspiró en el único oficio estable que pudo conseguir en sus diez años de vida americana, portero de un rascacielos de departamentos de Manhattan: “Una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto la de la verdadera felicidad”.

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