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Nueva York, de tabernas, bares y artistas (I)

Fue George Steiner quien dijo que los bares, tabernas y cafés han jugado un rol fundamental en la cultura europea, ya que son estos los lugares donde filósofos, escritores, políticos, artistas e intelectuales han cultivado, discutido y madurado sus ideas, protegidos por la atmósfera de complicidad y distensión que podemos encontrar frente a un par de cervezas, una copa de vino o un buen café.

Esta evidencia la podemos trasplantar a cualquier lugar y tiempo. Por ejemplo, al bar limeño de El Cordano, lugar en donde el gran poeta peruano Martín Adán escribió algunos de sus más célebres poemas, en servilletas de papel. Después de largos silencios, me contó el escritor José Antonio Bravo, quien pasó muchas tardes con él, un día se armó de valor y le preguntó: “¿Maestro, cómo le viene la inspiración, la escritura de la poesía?”, y Adán le respondió, algo fastidiado: “Uno no escribe poesía, uno no se inspira, uno está en poesía”. O podemos viajar a un bar entre las calles Maipú y Córdoba en Buenos Aires, un 21 de diciembre de 1974, en donde tuvo lugar el legendario segundo encuentro entre Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, bajo el auspicio de Orlando Barone, que daría lugar al libro titulado: Diálogos. Borges dijo en una de esas conversaciones: “Pienso que toda la historia de la humanidad puede haber comenzado en forma intrascendente, en charla de café, en cosas así, ¿no?”, para que Sábato luego replique: “Sócrates era un filósofo de café… Aquí siempre hay un argentino dispuesto a opinar y resolver cualquier tema universal desde una mesa de café. Los griegos eran muy parecidos a nosotros”.

En Nueva York cada ladrillo tiene su historia. Y entre los muchos tesoros que esconde la ciudad, algunos de los más recónditos y bulliciosos están en sus tabernas y bares. Un buen ejemplo es el Blue Bar del Hotel Algonquin, fundado en 1902 como El Puritano, entre la Quinta Avenida y la Calle 44. En los años veinte, éste hotel y su bar se convirtieron en el corazón de la vida literaria y teatral de Nueva York, gracias a la pasión de su dueño Frank Case, quien amaba el teatro y la literatura por sobre todas las  cosas.

Fue Case quien invitó a los primeros dramaturgos y escritores al bar del hotel, a figuras como Booth Tarkington, Douglas Fairbanks, John Barrymore y H. L. Mencken. Autores a los que además, en ocasiones, tenía que extender crédito porque no tenían como pagar sus cuentas.

También fue de los primeros hoteles en recibir a mujeres solas, cuando esto estaba mal visto, entre ellas: Gertrudis Stein, Mariana Anderson, Simone de Beauvoir, Helena Hayes, Eudora Welty, Nadine Gordimer, Edna O’Brien o Maya Angelou. Otros comensales habituales del bar fueron el periodista Willian Shawn, y más adelante los escritores John Updike y James Thurber. También, cuando pasaban por Nueva York, era habitual ver en la barra a los británicos Graham Greene y Noel Coward, y a los actores Olivier Gielgud y Peter O’Toole.

Al menos tres premios Nobel han visitado su barra: Sinclair Lewis -quien quiso comprar el hotel-, Derek Walcott y el más notable de todos, Willian Faulkner. Este último, incluso, escribió su discurso del Premio Nobel en una habitación del Algonquin. En el Blue Bar, además, se creó la Round Table, cofradía conformada por algunos de los mejores periodistas y críticos literarios de la época, entre ellos el fundador de The New Yorker (1925), Harold Ross, cuyo primer número fue financiado con los juegos de póker que se daban en el hotel.


Nueva York, de tabernas, bares y artistas (Parte II)

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