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El muro de Billy o Cómo venderle Coca Cola a la Unión Soviética

 

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Billy Wilder y su equipo se encontraban en Berlín filmando la farsa sobre la cortina de hierro, Uno, dos, tres. Concluyó el rodaje del día, y se fueron todos a descansar. A la mañana siguiente Wilder se encontró con que había un alambrado en lo que fuese apenas unas horas atrás el espacio ubicado unos metros al oeste de la famosa Puerta de Brandeburgo.

Uno, dos, tres (Wilder, 1961) se filma con la intención de Wilder y su compañero I.A.L. Diamond de retratar una Berlín dividida por el comunismo, en tono de ácida comedia. Nadie contó con el muro. Menos aún con el hecho de que, para el estreno de la película, personas habían muerto tratando de cruzarlo. Diría Wilder: “Kruschev era todavía más rápido que Diamond y yo”.

Dice Wilder que los austríacos han logrado algo importante: convencer al mundo de que Hitler es alemán y Beethoven austríaco. Billy Wilder, austríaco, judío, es considerado por muchos amantes del cine y profesionales del área como Dios. Periodista de profesión inicial, temporada durante la cual le llega una asignación que lo llevaría a conocer al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien lo echa de su casa con aún la servilleta del almuerzo al cuello, pues odiaba a los periodistas, llega a ser uno de los guionistas de más copiosa producción y éxito, y uno de los mejores directores que ha pasado por Hollywood y la historia del cine. Con el progresivo incremento de la popularidad de “Míster Hitler”, como Wilder lo llama, se ve como muchísimos otros en la necesidad de exiliarse. En Hollywood, ese lugar donde en los años veinte todos iban a trabajar arriesgando ser mal vistos a cambio de dinero rápido, entre ellos William Faulkner, por ejemplo, a quien Wilder conoce en la Paramount, empezó a escribir guiones tras unos cuantos años de aprendizaje del inglés, lengua ajena que aprendió con un método infalible: escuchando la radio y rodeándose de muchachitas bonitas que hablasen solo ese idioma. En los estudios Paramount, la más grande y agresiva de las majors, Billy Wilder aprendió viendo trabajar nada menos que a Howard Hawks (Scarface, el terror del hampa, 1932; y Bringing up baby, 1938) y a Ernst Lubitsch (Ser o no ser, 1942), el primero más americano que el hot dog, el segundo europeo; ambos brillantes cineastas. Y Wilder no podía sino aprender de los mejores para luego incorporarse a ese firmamento hollywoodense, porque Billy llegó a ser incluso tan (a veces más) famoso que sus propios actores, y su nombre aparecería en las marquesinas con el de los actores principales: “Jack Lemmon, Shirley MacLaine, Billy Wilder”, todos del mismo tamaño. Después de todo, ¿cómo se llama el actor que protagoniza La comezón del séptimo año?

 

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Cuando Nikita Kruschev plantea como un ultimátum la necesidad de los soviéticos de tener el reconocimiento de ambas Alemanias, la del Este y el Oeste, más de diez mil personas entre profesionales y obreros aprovechan para abandonar el lado oriental de Berlín y permanecer del otro lado. Como respuesta a esta fuga masiva, del 12 para el 13 de agosto de 1961 se construye entonces el muro de Berlín, que se supone era para “proteger el lado Este del fascismo del Oeste”. El Oeste, bajo el resguardo del Plan Marshall, ya había sido objeto de una reforma monetaria y estaba recuperándose. El lado oriental, pues, parece que desfilaba casi a diario bajo consignas políticas.

O al menos es eso lo que Billy Wilder retrata en Uno, dos, tres. Una Berlín pre-muro, un empresario capitalista, un muchacho comunista, una chica millonaria, y un producto archiconocido, la Coca-Cola, que el propio Wilder consideraba muy graciosa. Con estos elementos construye una suerte de comedia política de enredos, inteligentísima, en la que un magnate de la Coca-Cola establecido en Berlín occidental que está a punto de conseguir venderles el producto a los comunistas —“Napoleón falló, Hitler falló, Coca-Cola lo conseguirá”, les dice—, recibe el encargo de su jefe en Atlanta de cuidar a su hija adolescente que irá de paseo a Alemania, y quien se enamorará de un comunista.

Wilder y el equipo se encontraban entonces en un aprieto. Días antes ya Billy, vidente, había resuelto trabajar desde el lado federal. Pero necesitaba para unas cuantas escenas la Puerta de Brandeburgo, para lo cual ya había hablado con ambos gobiernos. El del Oeste no solo le concedió el espacio, sino que se puso a la orden; el del Este fue un poco más duro, sin embargo Wilder, todopoderoso, logra convencerlo. El asunto es que hay una escena en la que el muchacho comunista, entrampado por el empresario que teme su despido ya que la chica que debía cuidar se ha enamorado de él, regresa al lado oriental atravesando la Puerta con un globo blanco que le han puesto en el tubo de escape y que lleva escrita una frase: Russki go home. El personaje atravesaría la frontera con el globo inflado producto del gas de la motocicleta, y sería detenido y apresado por la policía comunista. Fin del problema para el personaje del empresario. Pero no para Billy, quien tras obtener el permiso del gobierno comunista sin mencionarles nada acerca del go home, naturalmente, es interrogado varias veces por la policía. Cuenta Wilder que un día se pusieron en línea a lo largo de la Puerta un montón de policías que lo vigilaban con prismáticos, impidiéndole hacer los planos desde donde quería hacerlos, y arruinando el paso libre que requería para la historia incluso en los planos que hacía desde el otro lado. Hasta que un día por la mañana, ya el paso no sería más. La tensión aumentó en la ciudad, los servicios de transporte público entre Este y Oeste fueron interrumpidos. Diría Wilder al respecto: “Teníamos que hacer continuas revisiones del guion para mantenernos al ritmo de los titulares. Me daba la impresión de que todo se habría solucionado si Oleg Cassini le hubiera mandado un vestido a la señora Kruschev”. Pero no. Tuvieron que construir una réplica de la Puerta de Brandeburgo en Múnich, donde terminó de filmar esas escenas. También construyeron el lado oriental, que en la película vemos al fondo, en ruinas, atravesado por desfiles, marchas y consignas.

 

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Hay una escena en la que fräulein Ingeborg, la secretaria del empresario, va con él a Berlín oriental a negociar con los comunistas. Ellos están muy interesados en ella, una rubia muy atractiva que baila y se contonea sobre la mesa con energía y sensualidad, y que está consciente de que es un anzuelo para este trío de soviéticos que están muy cerca de cerrar cualquier trato a cambio de tenerla a ella. Mientras Ingeborg se menea sobre la mesa en un ajustado vestido de lunares, uno de los comunistas se quita un zapato y golpea varias veces la mesa con él, al ritmo de la música. Detrás de la mesa desde donde baila la rubia vibrante hay en la pared un retrato de Kruschev. Los continuos golpes de los zapatos de tacón de Ingeborg sobre la mesa, el zapato del comunista, y en general el alboroto fiestero donde hay licor, música y una rubia despampanante bailando, hace que la fotografía vaya deslizándose golpe a golpe fuera del marco, revelando detrás una fotografía de ese mago de Oz sórdido, truculento y siniestro, Josef Stalin. No hace falta ser Dios para reconocer esta analogía en los sesenta, pero sí para hacer caer al suelo a Kruschev, impacto tras impacto, como caería el muro. Grande, Wilder. Redondo e ingenioso Wilder.

El cineasta Fernando Trueba declaró una vez que él no creía en Dios, pero sí en Billy Wilder. Se cuenta, entre tantas cosas que se cuentan sobre este gigante del cine, que el mismo Wilder lo llamó al día siguiente: “Hola Fernando. Soy Dios”.

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