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Mi escarabajo de oro*

En 1971 decidimos con mi mujer, la actriz uruguaya Ada Nocetti, tomarnos un año sabático europeo antes de regresar a Argentina. Yo llegaría primero, mientras ella, tras una invitación a Polonia, participaba de un taller con Jerzy Grotowski en Marsella. Nuestra cita era en Londres.

Llegué a Ginebra tras una escala en el festival cinematográfico de Leipzig, y busqué al grupo de amigos, españoles, argentinos y uruguayos, que Ada había conocido en el 67 durante la exitosísima gira con la obra cubana “La noche de los asesinos”, cuyo elenco compartía con Vicente Revuelta y Miriam Acevedo. Estos amigos trabajaban en los organismos internacionales con sede en Ginebra. Las españolas Carmen Jiménez y Paca Amorós en la OMS, el argentino Roberto Lubich en una dependencia de la ONU y el uruguayo Alfredo Descalzi en la OIT.

Comí raclette y chocolates hasta hartarme, me llevaron a pasear por el lago, conocí la casa de Calvino y el Mövenpick y la casa de Chaplin en Vevey. Borges aún no había muerto, hubiera visitado su tumba.

Un domingo Alfredo Descalzi me llevó a su casa en Nyon. La casa era un lindo chalet, rodeado de un jardín con árboles añejos. Vivía con Alicia y un hijo reciente. En el garaje de la casa estaba la camioneta en la que habíamos viajado desde Ginebra, y junto al garaje, a la intemperie, dormía un Volkswagen escarabajo modelo 1957, con la típica luneta trasera pequeña.

Alfredo lo señaló y dijo: “Si te interesa, es tuyo. Te lo regalo”. La historia del escarabajo se remontaba a algunos años atrás. Había sido el primer auto de Alfredo, un usado que se había podido comprar con sus primeros sueldos. Cuando mejoró la situación Alfredo se compró un Morris Mini Cooper. El garaje era grande, y cabían los dos autos. Y la idea era que Alicia aprendiera a manejar y tuviera su propio automóvil. Pero Alicia nunca aprendió, y el escarabajo quedó abandonado. Tiempo después Alfredo volvió a cambiar de vehículo, esta vez por la actual camioneta. Pero en el garaje no cabían ambos, y el Volkswagen fue desplazado al exterior, a la intemperie.

La oferta del amigo era tentadora. No es habitual que a uno le regalen un automóvil. Y además, era la solución ideal para el proyectado paseo europeo. Claro, había que averiguar si el Volkswagen funcionaba, tras los años de inmovilidad, los duros inviernos, las inclemencias del tiempo. Decidimos hacer la prueba. Lo primero fue quitar la maleza que había crecido debajo del auto, enroscándose en ejes, amortiguadores y tubo de escape. Le instalamos una batería, echamos un par de litros de gasolina en el tanque, y accionamos el arranque. Al segundo o tercer intento el motor arrancó, y no paró nunca más. Hicimos 37 mil kilómetros, nos llevó a Alemania, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Suecia, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia (¡ah, la taramosalata!) y España. Llevamos y trajimos amigos. En una oportunidad llegamos muy tarde en la noche a la frontera ítalo-suiza con un amigo y no encontrábamos dónde parar. No tuvimos más remedio que dormir los tres en el auto. Lo difícil fue enderezarnos a la mañana siguiente. Y cuando crucé de Calais a Dover para reunirme con Ada, hice el trayecto de Dover a Londres en una noche de tormenta, manejando a la inglesa, por la mano izquierda. Sólo sé que cuando llegué a Londres e intenté salir del auto, las piernas no me sostenían.

Cuando partí de Ginebra, Alfredo me pidió que al terminar mi viaje (yo me embarcaba en Barcelona), buscara en la ciudad catalana a un amigo suyo uruguayo, Carlos Tikas, y le dejara el escarabajo. Así lo hice. Muchos años después, radicado en Venezuela desde el 76 a consecuencia del golpe militar, me volví encontrar con Tikas, que me relató el final de esta historia. Utilizó el Volkswagen a piacere. Dado que tenía placas suizas, las autoridades de tránsito suponían que se trataría de un turista y no se metían con él. Un día el escarabajo se cansó y se detuvo. Quiso la mala suerte que el inconveniente se produjera al intentar cruzar un paso a nivel. Tikas se alejó en busca de ayuda y no se percató que un tren se acercaba. Sólo alcanzó a ver cómo el fiel escarabajo era atropellado por la inclemente locomotora, que lo dejaba convertido un amasijo de hierros retorcidos. Descansa en paz, bicho con ruedas.

(*) El escarabajo de oro es un cuento clásico de Edgar Allan Poe, que muchos quisimos filmar.

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