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Laura Restrepo en el imaginario colombiano (Parte I)

“No hay drama igual a buscar un teléfono público en mi ciudad. Cuando existen, les han arrancado la bocina, y si tienen bocina no tienen rueda para marcar. Dentro de las cabinas telefónicas la gente hace cosas insólitas, como cagar, pintar consignas subversivas, estallar petardos, de todo, menos llamar”, apunta la protagonista de Dulce compañía (1995) para que nada se pierda en eufemismos.

Con un lenguaje agudo y mordaz, las novelas de Laura Restrepo diseccionan las raíces de nuestra identidad buscando ver lo que tienen por dentro. Los resultados de esta incisión, constituyen la materia puesta a conformar una escritura dable de documentar lo que somos pero sin perder el sentido del humor. Aquí, se hace más bien alarde de un asombro perenne ante lo mágico escondido tras lo más abyecto, ya sean las injusticias contra la gente más desasistida, o la intimidación de las milicias y la guerrilla colombiana con la cual, ideológica y profesionalmente, Restrepo ha estado involucrada desde los años ochenta. De hecho, fue durante el periodo 1984-85, cuando se realizaron los primeros acercamientos entre el gobierno y el grupo guerrillero M-19, que ella empezó a recopilar material para su primer libro, Historia de una traición (1986), crónica periodística sobre las fallidas negociaciones de desarme, en las cuales actuó como mediadora.

Las fatalidades, que el objeto kitsch mantiene a raya en la forma de una totuma con agua bendita para rociar entre los feligreses esperando la llegada del ángel, o en la oración a ese ser alado que nos guarda y cuya “dulce compañía” ampara a quien la repite, constituyen el sustrato de un texto, abierto a la experimentación y el goce. La esperanza se sostiene entonces entre los pliegues de “una capa inverosímil de terciopelo azul rey”, o en la parihuela donde llevan al enviado celeste en procesión por el barrio bogotano denominado, irónicamente, Galilea.

Allí, envuelto por la pobreza y la coacción, aparece el ángel a quien los habitantes rinden culto y Mona, la periodista que cuenta la historia reconoce, volviéndose depositaria del deseo. “A través tuyo serán míos los goces de la vista, del oído, del olfato, del amor carnal, que son prerrogativa humana” (90), apunta “Gabriel Elohim hijo de los cielos”, buscando reclamar para sí el fulgor de la apariencia, que enceguece la razón e instala el juicio del corazón.

Ubicada en esa zona de simulaciones, la gente del barrio despliega ante la periodista la candidez de sus estrategias para sobrevivir “en este país militarizado”, entre los abusos de poder del ejército, y de los criminales, violadores, ladrones y secuestradores que proliferan por la comunidad, manteniéndola en estado de sitio. La densidad del acoso se exorciza, encomendándose a las imágenes del santoral, que el padre Benito atesora en la iglesia. Se exalta así la credibilidad de las mujeres abandonadas, madres solteras e hijas descarriadas, mientras el sacerdote enumera “los poderes increíbles que posee un ángel”, y conmina a los creyentes a los actos de contrición y al arrepentimiento.

Mediante esta táctica narrativa, Restrepo construye un microcosmos de la sociedad colombiana, estableciendo relaciones y proporciones entre distintos estamentos sociales, instituciones y dialogantes. Ello, a fin de descubrir el reverso de un país, sumergido durante décadas en una sangrienta guerra civil, que ha destruido a numerosas familias, y ha ocasionado un proceso migratorio donde enormes contingentes se han desplazado hacia otros puntos de la geografía continental, Estados Unidos y Europa, escapando al horror.

La presencia de lo divino, en medio de la vacuidad de esta Galilea suramericana, mitiga, con la añoranza por una vida mejor, la desazón de sus habitantes. Y es que, como más grandes son las limitaciones, más certeros los camuflajes para maquillar la dureza de una realidad que los sobrepasa. Se pierde ahí el destino nacional, entre lo contradictorio y confuso que el ángel, igualmente equívoco e impreciso alegoriza, cuando como tantos otros colombianos desaparece, “en un gran final desconcertante que según muchos fue muerte violenta a manos militares o paramilitares” (189).

La inexistencia de un referente fiel, una verdad última que el final abierto propone, es igualmente expresión de una representación sesgada de la vida nacional, cónsona con el compromiso de la escritora con la izquierda, brutalmente reprimida en la región por las dictaduras militares durante los años de la Guerra Sucia. Un compromiso, acrecentado aquí en sus contenidos, por la voz de una narradora afín a la autora, pues también ella ha convivido en los barrios con los jóvenes sicarios, y escuchado las confidencias de las madres sobrellevando el peso de todas las muertes, pero sin perder la esperanza.

En medio de la adversidad, las relaciones humanas se intensifican. Que tus amigos sobrevivan teniendo tantos enterrados es un milagro. Celebrar la vida se convierte en una fiesta. En un lugar donde la vida está tan amenazada, cobra un brillo particular el hecho de bailar, conversar, leer, disfrutar de tus hijos, ver que crecen, que no te los matan antes de que te maten a ti”, comentaba la autora en una entrevista, haciéndose eco del sentir de la sociedad colombiana.

Tal resignación frente al terror no es, por supuesto, prerrogativa de este país sino resulta consistente con el devenir hispano, puesto siempre en el anhelo por un futuro mejor donde los gobernantes sean más justos, el hampa menos opresiva, las ciudades más habitables, los servicios públicos mejor administrados y la distribución de la riqueza más equitativa. Ello, ciertamente también, tomando como modelo a las naciones industrializadas, cuyo nivel de vida el hispanoamericano quiere para sí pero sin sacrificio ni esfuerzo. Que el “ángel” descienda y resuelva los problemas, mientras nosotros nos dedicamos a empuñar el amuleto de la suerte, el talismán salvador, la imagen venerada ante el altar de todos los deseos.

Depositar entonces nuestra pasividad en el kitsch es lo usual, en tanto aguardamos por divinidades y superhéroes que remedien los males, acuciándonos con una persistencia creciente, pues esa “atada violencia”, de la cual hablaba José Lezama Lima,  que ensucia nuestras ilusiones, se multiplica ante el fatalismo, impregnando las distintas instancias del vivir y el morir. Algo entendido a veces como “castigo” a un comportamiento que nos excede, tal cual les ocurre a las prostitutas del barrio La Catunga, en La novia oscura (1999); negándose a acudir al ginecólogo porque “veían la infección venérea como una deuda a la que no había que hacerle el quite, porque de alguna forma era merecida”.

Aunque tampoco ellas escapan a la acción de estrujar un fetiche redentor, ya sea la imagen del Sagrado Corazón de Todos los Santos que una pupila, la futura Sayonara, mira con fervor antes de iniciarse en la profesión, o el echarpe de seda con el cual envuelven los despojos de Claire, quien se ha suicidado arrojándose al paso del ferrocarril. Arropadas ahí por la carga simbólica del objeto o la experiencia en él contenida, ellas se movilizan entre las habitaciones de la casa. Entre esas paredes sueñan, aman o desaparecen, reconfigurando con su comportamiento los signos de una existencia que se les hurta pero, simultáneamente, representa su única posibilidad de permanencia, aún en los lugares más abandonados del mundo, como La Copa Rota; simulacro de burdel en los márgenes del pueblo a donde llegan los rechazados de todo:

“¿Dónde más iban a encontrarse en esta vida don Enrique y la Fideo? Inaceptables especímenes de su respectivo universo, cada cual a su dolida manera. Dónde, si no era en este exacto lugar, último y límite, ubicado al margen de toda humana vanidad, iban a cruzar sus destinos la adolescente violada y beoda y el enano aristocrático y artista” (264), apunta la narradora.

Al desplazar la acción hacia la orilla geográfica, la autora se hace consistente con la finalidad última de su obra, es decir, el privilegiar las voces de los grupos que se resisten a incorporarse a un status quo con el cual no encuentran empatía alguna, al negarles un espacio donde poder reconocerse; solo el borde, entre el desaliento y el ostracismo, en el que postergarse. Destituidas en la periferia del sistema, las “novias oscuras” van entonces de la desilusión al encono, ambicionando encontrar a ese cliente que las libere del infortunio, mientras se abandonan al despecho del bolero y el tango. Iconografía del arrebato esta, donde el arrastre alegórico por el lodo provendrá de un exceso del artificio, que ellas cargan como una segunda piel, creando un panorama ilusorio donde se condensa la desmesura de todas sus quimeras.

Por eso el kitsch guarda la propiedad de arelarlas para impedir abandonarse a la desesperación o volcarse al gesto último de borrarse del mundo que, en el caso de Sayonara, es la memoria del amado, en el recuerdo de cuyo pecho “protector como el costado de Dios” encuentra refugio. Sincretizar así lo humano y lo divino, es otra maniobra lingüística característica de esta narrativa, buscando construir un sistema cerrado de eventos, cuya efectividad vendrá dada por la capacidad del lenguaje para suturar las heridas de los personajes y expresar el asombro ante las vicisitudes de quienes aguardan por un tiempo mejor.

Los intertextos extraídos del cine, cual es la película Roma (1972) de Federico Fellini, transcriben una realidad tan caótica como la de La Catunga, con sus desfiles de prostitutas, clientes, librepensadores, actores y potentados que desafían toda proporción de las formas e instalan un desorden de las apariencias, semejante al caos continental. Mediante esta operación, Restrepo siembra el desconcierto entre quienes protagonizan retos a la autoridad, como la huelga del arroz, puesta a disolver el barrio tal cual había sido hasta ese momento, es decir, un “cándido puerto abierto sin sospechas a los soplos del loco amor”, en cuya superficie el discurrir de la gente podía mostrarse como retrato de las experiencias más apasionadas.

Trastocar el catálogo sentimental de sus protagonistas, llevando hasta el límite la exaltación romántica en medio de la ilegalidad que corrompe y enriquece, es también el asunto de El leopardo al sol (1996), contada desde la rivalidad entre la familia Barragán y los Monsalve, cual exponentes de los grupos de poder colombianos. En la historia de Nando Barragán y Adriano Monsalve anida el germen que corroe al país, y se enlaza a los caudillismos provenientes de la formación de las naciones hispanoamericanas durante el siglo XIX, que periódicamente irrumpen en el panorama continental, desestabilizando naciones y arrasando con los frágiles trazos de libertad trabajosamente dibujados durante las épocas de paz.

La “red de obligaciones interpersonales recíprocas” propia del caudillismo, es desentrañada por la autora, contando con la complicidad de las mujeres, en control para movilizar sus vidas. Madres, hermanas, esposas, amantes y videntes, revisten el vacío, que la falta de un lugar sólido donde asentarse ha abierto en existencias trashumantes. Unas existencias, amparadas por “la cruz de Caravaca” o las lecturas de Mamá Roberta leyéndole a Nando la suerte en una taza de cacao, mientras le pide que le haga un regalito a fray Martín de Porres.

El poder del kitsch religioso sobre las existencias de estos caciques vernáculos, alegoriza entonces el desamparo proveniente de historias personales escasas en gestas protectoras, con lo cual escapularios y adivinaciones colman el espacio simbólico propio de los lazos familiares. Unos lazos, cuya sangre queda derramada aquí cuando aquellas obligaciones dejan de respetarse y la venganza se instala, llevando a Nando a asesinar a su primo Adriano. Se inicia así una secuela de vendettas que terminarán en la ejecución del caudillo a manos del colectivo. Con esta escena, la autora alude además a todos aquellos dirigentes, ajusticiados por quienes vivieron sometidos al capricho de sus designios.

Igualmente, la música caribeña, las telenovelas, los cantantes populares y los símbolos de estatus —ya sea el Mercedes Benz o las gafas Ray-Ban de Nando Barragán—se imbrican con la organización del relato, para acentuar el sometimiento de lo femenino, cuya única posibilidad de sobrevivencia es la vejación ante el macho. Un macho, ocupado inscribiendo en su piel los signos de una pantomima, destinada a enaltecerlo ante los ojos de las mujeres, pero que, en la pluma de Restrepo, no hace sino ridiculizarlo, mientras ellas hacen acopio de “medallas, esquelas, recortes, hebillas” buscando establecer un diálogo con él. “Objetos sagrados” entonces, que los hombres manipularán sin embargo, como si se tratara de cuerpos profanables.

De la irreverencia y el escarnio, Milena, Alina, Severina, Ana, Melba extraen la fuerza para sobreponerse a su destino y acompañar a los hombres que las circunstancias les han asignado, empinándose por encima de su suerte mediante acciones dirigidas a manipular sentimentalmente las conciencias de estos. A cambio, ellos gozan de su compañía y, como ocurre entre Mani y Alina, les facilitan el ascenso social, necesario en el establecimiento de la trama de transacciones oscuras sobre las cuales asientan su poder.

Tal maniobra autonomiza los cuerpos de las heroínas, agrandando su potestad frente a amos, jefes, maridos y pretendientes, quienes permanecen aislados en el espacio de su autoridad sin intuirlo. De este modo, y como le sucedió a Narciso Barragán, no distinguen la animadversión causada, hasta que es demasiado tarde y deben pagar con la aniquilación el desagravio a manos de sus enviados, envueltos por el kitsch de los emblemas destinados paradójicamente a afianzar su soberanía. Una soberanía tan frágil, sin embargo, como las estructuras jurídico-políticas sobre las que se asienta nuestra América, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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