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Tacones sobre hielo: Las siete plagas del Village

Como últimamente ando combativa, me ha dado por pensar en Frank. Frank, es mejor que lo sepan de una vez, fue el primero de varios muertos que cargo en la conciencia. Esta ciudad es así: a quien más y a quien menos lo vuelve un poquito asesino en serie.

Fue hace dos años. Después de un mes de abusar de los sillones (y la buena voluntad) de los amigos, Ana y yo estrenábamos departamento. Volvíamos eufóricas de Ikea, cargadas con velas de colores y un tapete de cocodrilo, divino, para el baño. Las mismísimas reinas del East Village.

Frank, que por entonces fue nada más «ese pinche ratón igualado», salió corriendo cuando abrimos la puerta. Yo grité, Ana se trepó a una mesa y me hizo coro. Llamamos inmediatamente al landlord, Mr. Kalata, que se presentó con una bolsa misteriosa y una trampa de cartón. Acomodó la trampa en mitad de la sala y se puso a desperdigar por el suelo el contenido de su bolsita.

– What is that, Mr. Kalata?

– Cheese and crackers.

Así colapsó nuestro reinado, con la certeza de que el casero disponía de las plagas a base de aperitivos.

Adoptamos la costumbre de ir al baño usando botas de lluvia y empuñando un trapeador. En las noches atorábamos sábanas en los huecos de las puertas. Decidimos bautizar al bicho cuando el huracán Sandy nos dejó sin luz y tuvimos que convivir con él, a oscuras, casi una semana. Le pusimos «Frank, el flâneur», porque se paseaba alegremente por toda la casa: daba saltitos encima de las cucharas y nos lanzaba miradas insolentes cuando lo alumbrábamos con una linterna. De madrugada se colaba a mi cuarto, para dejarme muy claro qué tan poco le imponían mis tristes sábanas.

Lo maté yo, en cuanto volvió la corriente. Lo maté porque llevaba demasiado tiempo atormentándome. Lo maté, si de veras quieren saberlo, porque me retó. Ese día me había armado hasta los dientes con trampas de pegamento y había minado la cocina. Y justo cuando terminé de poner mis trampitas y me di la vuelta, ahí estaba Frank. Mirándome. No me van a negar que es de un mal gusto increíble un ratón que, en vez de escapar, se pone a desafiar al prójimo. Tras el escobazo fatal –que asesté entre grititos histéricos– le escribí a Ana, me autoproclamé asesina en Twitter y me senté a tener un merecido colapso nervioso.

Después de Frank hubo otros, pero tarde o temprano caían en alguna de nuestras trampas. Siempre sospeché que eran primos del occiso, que llegaban periódicamente a vengarlo. No volvimos a ponerles nombre para que no agarraran confianza, pero aún así, cada tanto, nos torturaban echándose unos bailes sobre la estufa. Limpiábamos compulsivamente, gastábamos harto dólar en veneno y guillotinas diminutas, le suplicábamos a Kalata que contratara un fumigador. El míster traía a sus parientes a echar Lysol en las coladeras o nos conminaba a largarnos: ni la familia japonesa hacinada en el departamento 3 le daba tanta lata.

El palacio del Village tuvo, contándome a mí, tres reinas (Ana regresó a México y Sara se mudó conmigo y se acostumbró rápidamente a las botas de lluvia), incontables ratones, ácaros de paloma, una oleada de chinches y ataques esporádicos de cucarachas del tamaño de sus cabezas, señores. Sara descubrió que, contra estas últimas, mi 2666 de pasta dura era infalible: decenas perecieron al grito de: ¡Trae el libro de Bolaño!

El último ratón que ajusticié en la calle 13 sí tuvo nombre, pero sólo en mi cabeza y segundos antes de morir. Esa noche yo traía el colapso de antemano y el muy inoportuno salió a saludar, sin considerar mi humor ni lo cerca que me quedaba la escoba. Uno, cinco, diez escobazos. Mis amigas –únicos testigos del crimen–  gritaban, abrazadas, encima del sillón. Yo seguí dándole, para qué voy a mentir, aún mucho después de que estuviera muerto. A ese pobre infeliz, lo reconozco, lo maté porque me hacía falta.

Cuando me mudé, creí que lo único que no iba a extrañar del departamento en el East Village era su fauna. En cambio, ahora que, ya les digo, me siento belicosa, me acuerdo de Frank y me doy cuenta de que algo sí tengo que agradecerle a Kalata: el edificio más guarro de la ciudad siempre me regalaba alguna versión neoyorquina de la catarsis.

Pero tampoco crean que me lamento ni sufran por mi sed insatisfecha de sangre: si conozco bien este sitio, no tardo en encontrar algún ser vivo que valga la pena matar a palos. Maytecita, Mice Slayer, atacará de nuevo.

twitter mike centeno @lamaytecita

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