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Familias al borde: El cine de Pedro Almodóvar 40 años después (Parte I)

Este artículo es una reflexión en torno a las distintas versiones de lo que constituye hoy una familia, partiendo de la filmografía del director español Pedro Almodóvar, que ha llegado este año a su cuadragésimo aniversario. Ello, a fin de ubicar la obra del director dentro de la España democrática, aunque sin perder de vista la presencia de la dictadura franquista como subtexto en muchas de sus películas. Las relaciones de poder, dentro y fuera de la casa, la revalorización de las diferencias y lo diferente, y el papel central de las minorías en la cultura hispana contemporánea, igualmente encuentran su lugar en las páginas siguientes. Unas páginas, escritas desde el cineasta, pero también como homenaje a todos aquellos que desafían las intolerancias buscando construir un mundo más justo para todos.

Si el cine franquista había privilegiado la familia patriarcal, cerrada sobre sí misma como metáfora de esa España “una, grande y libre” que el régimen quiso imponer, su fractura, a partir de la muerte del dictador, expone lo que durante cuarenta años se había pretendido ocultar: que la familia patriarcal española ni era una ni grande ni libre, y ni por casualidad era heroica.

Ya ese año de 1976, cuando empezaban a desintegrarse esos restos que, como la ideología misma donde se afincaron, habían bajado podridos al Valle de los Caídos, se estrenan varias películas puestas a trazar las directrices orientadoras de la temática familiar a lo largo de la transición democrática y el socialismo de Felipe González. Es así como se muestra finalmente en los cines, con gran éxito de crítica y público, Las largas vacaciones del 36 (1976) de Jaime Camino, que buscaba hacerse con la rabia contenida de los vencidos, al presentar la historia de varias familias de la burguesía catalana sorprendidas por el estallido de la Guerra Civil mientras veraneaban en sus fincas cerca de Barcelona. Unas “largas vacaciones”, sí, de las cuales las futuras autonomías, hoy en crisis, empezarían para entonces a emerger, si bien no podría borrarse, ni de las acciones ni de las generaciones del “tiempo de silencio”, el caudal de frustraciones, miedos, complejos y tabúes que, como un dictador sin rostro, seguían coartando la libertad individual.

El desencanto (1976) de Jaime Chávarri, sobre el resentimiento hacia la fiera, de la viuda y los hijos del poeta franquista Leopoldo Panero, justamente por su destrucción sistemática de los valores familiares, y Los placeres ocultos (1977) de Eloy de la Iglesia, que expuso la homosexualidad del burgués enamorado de un joven de extracción popular, revalorizando con ello la importancia de la familia alternativa, contribuyeron igualmente a perfilar la silueta del estamento familiar, sintonizándolo con esa modernidad que la dictadura le había hurtado a España. Únicamente ­—y en esto coincidía Pedro Almodóvar cuando expuso que “entre los años 50 y 60 se dio en España cierto neorrealismo que, a diferencia del italiano, era más feroz, más divertido y menos sentimental”— Juan Antonio Bardem, Luis Buñuel y Luis García Berlanga habían logrado apuntar, durante el franquismo, un cine vanguardista dable de reflejar el ansia de modernidad del español medio.

Una aspiración, alcanzable solo a través de su simulación, es decir, el tecnicolor norteamericano y las comedias y melodramas con Estrellita Castro, Aurora Bautista o Sara Montiel. Todo ello aludiendo, simultáneamente, a la situación de constreñimiento y encierro que la dictadura mantuvo prácticamente intacta hasta el último suspiro de su hacedor, tal cual lo demuestra la ejecución del anarquista catalán Puig Antich el 2 de marzo de 1974. “La dictadura murió matando para que nadie se engañase de cuál era su verdadero rostro”.

Para borrarla de su imaginario y entrar plenamente en la modernidad, Pedro Almodóvar escoge olvidar. Un olvido que, años después, sería ese mismo Hollywood, visto en las pantallas de los cines de barrio de su adolescencia, el que lo traería de vuelta a su inventario. “Hay muchas cosas que yo deliberadamente había olvidado y que, por ejemplo, los americanos me han hecho recordar, Franco y la dictadura es una de ellas. Yo que había rechazado su existencia, que había elegido como particular venganza negarle hasta la memoria, lo he recuperado en los viajes de promoción”.

Aquel ya lejano año de 1976, encontramos a Pedro Almodóvar en el café de los cines Alphaville de Madrid, subvirtiendo con un gesto camp, tanto la relación de pareja tradicional como la familia clásica, con sus cortos Dos putas o Historia de amor que termina en boda, filmado en 1974, La caída de Sodoma (1975) y Homenaje (1975), donde lo desenfadado del argumento eliminó la tradicional jerarquía entre realidad y simulación en aras del exceso, a fin de diseccionar no solo la normatividad de los lazos afectivos y consanguíneos, sino la dirección del deseo mismo. Un desenfado, continente del germen de la estética que el director manchego desarrollaría en varios de los largometrajes de su primera etapa.

En Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), su primer largo, la familia se estructura tal cual en la realidad se hizo posible el film, es decir, en forma de cooperativa. Fueron los amigos, cual familia escogida, quienes aportaron el dinero para la producción y actuaron sin cobrar. Y esta es también la dinámica de las relaciones que se establecen en la película desde la lectura fragmentaria del estamento familiar, no solo dadas las dificultades de producción que obligaron a Almodóvar a rodar materialmente a trozos, sino porque la exaltación del mapa afectivo así lo exigía, en un momento cuando España, como el cineasta, quería a toda costa ser moderna.

La construcción de un universo diegético que fractura la familia patriarcal hasta llevarla al camp, se justifica y funciona, tanto a nivel de las acciones como del marco histórico-social y el perfil psicológico de los personajes, en espacios intervenidos por el kitsch manufacturado. En este sentido, un primer plano a las macetas de plástico nos abre la casa de Pepi, rica heredera que vive sola e independiente, aun cuando, en un guiño al cine franquista, se mantiene virgen. Tras ser violada por un policía, acude a su “familia” constituida por el grupo musical Bomitoni donde canta Bom, “hermana” en la movida madrileña, y quien le propone le den una paliza al policía.

Con esta estrategia, donde se establece una familia de mujeres solas, Almodóvar sienta las bases de su estética, al revertir el lugar de la mirada cinemática, que subordina lo femenino al ojo masculino objetualizándolo, y le confiere a la mujer el papel activo. Aquí, y a diferencia de Douglas Sirk, Nicholas Ray, Reiner Werner Fassbinder o Vicente Aranda, quienes en sus woman’s films ubicaban el cuerpo femenino en el lugar de lo irrepresentable y lo reprimido, Pedro Almodóvar lo muestra desde la mujer misma al apropiarse del yo del otro. Con ello, el cineasta crea una situación fílmica donde la mujer puede expresarse libre de intrusiones masculinas y, por ende, liberar las tensiones, miedos y frustraciones producto de la cultura falocéntrica. De esta manera, Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, nos dice el director, “es una película feminista porque trata de mujeres absolutamente dueñas de sus destinos. Es una historia de seres fuertes y vulnerables que se entregan a pasiones, que sufren, aman y se divierten”.

El montaje discontinuo que, dado el largo tiempo de rodaje, llevó a componer las escenas mediante planos cortos, a veces filmados a una distancia entre sí de varios meses, genera una lectura fragmentaria de la familia de mujeres, histerizada, además, por las exigencias del guion. “Familia al borde” entonces, donde lo transgresor es justamente la naturalidad con que la cámara la recorre, revalorizando simultáneamente las diferencias y lo diferente, y posicionándolo en pugna con el hombre heterosexual. Ello tiene como fin desplazar hacia un primer plano, a través de la parodia, los contenidos de una sexualidad alternativa, puesta a permear la familia almodovariana anterior a Mujeres al borde de un ataque de nervios (1987).

Tales mecanismos llegarán al desenfado absoluto con Laberinto de pasiones (1982), cuando algunos caracteres incluidos en el catálogo internacional del camp, como el príncipe iraní Reza y la que, para los lectores del ¡Hola!, debería de haber sido su madre, la “ex emperatriz de los ojos tristes” la princesa Soraya, se desplacen, mediante Riza y Toraya, sus respectivas simulaciones, al contexto madrileño. Esto en un momento cuando la capital española era para el cineasta, “el centro del mundo”, resultando ser el film un “catálogo de modernidades […] porque resume lo que era ‘ser moderno’ en Madrid”.

La película lleva simultáneamente a la histeria lo moderno, dentro del mapa urbano, dado el frenesí con que los personajes viven sus lazos familiares, reales e hiperreales, pretendiendo asombrar, divertir y sorprender. Igualmente, el sentido de la parodia, el uso del pastiche, y el movimiento hacia el centro del devenir madrileño, de ciertos modos de vida que habían quedado relegados a los márgenes del sistema durante el franquismo, insertan el conjunto en el estadio de lo postmoderno.

En tal sentido, deben destacarse las escenas de duplicación con incesto del cuerpo femenino —Queti transformándose en Sexilia para poder acostarse con el padre de esta, y huir de su propio padre quien, confundiéndola con su madre, es decir, la esposa, “se la tira un día sí y otro no”. También son muy sugerentes las de carnavalización de la homosexualidad y el travestismo, como se observa en el plano largo de Almodóvar y su “hermana” Fabio McNamara, cantando a dúo “Suck it to Me” en drag, y el primer plano al pene plástico enarbolado por Toraya quien, vestida de hombre, espera seducir en un urinario público al joven que la lleve hasta Riza, su hijo putativo.

De esta manera, Laberinto de pasiones se convierte en la película estandarte para entender, desde el exceso y la irrisión, la entrada de la familia española en esa postmodernidad que se había ido gestando desde 1977, es decir, durante los años de transición, cuando el país buscaba la fórmula política que le permitiera deshacerse del fantasma de la dictadura. La destreza de tal “movida” será entonces trabajar a espaldas del pasado, si bien los artistas no dejarán de desmantelar usos y costumbres de la tradición hispánica, a fin de reconstruirlos en la contemporaneidad democrática.

¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), recupera la familia tradicional al completo pero con una vuelta de tuerca, pues las relaciones entre sus miembros, en el apartamento de un barrio obrero opresivo y alienante, lleva a lo grotesco, al kitsch del mapa urbano madrileño en su contraste con lo rural. Ello, al tiempo de denunciar, desde una estética que espejea el hiperreal más puro, la situación de la mujer dentro del estamento patriarcal donde Gloria, la madre, se deja anular lo más sistemáticamente posible a manos del otro. De este modo, el estamento familiar adquiere todo su sentido esclavizador, desde el modo como la protagonista, en el balcón y a punto de suicidarse por creer que todos los miembros de su familia la han abandonado, mira hacia afuera y lo que distingue es el paisaje de después de la batalla, constituido por la arquitectura neofascista del franquismo impuesta a la clase obrera en los años sesenta y setenta.

El reducido espacio interior en que se amontona la familia, adquiere un papel protagónico en el plano-secuencia donde la cámara es el ojo de Gloria recorriendo el apartamento vacío. La geografía de muebles y objetos, cada uno en su lugar preciso, determina la fuerza del paisaje entonces en reposo, pero que al ser alterado por los enfrentamientos con su marido, a quien acaba asesinando con un hueso de jamón que después cocina para hacer desaparecer el cuerpo del delito, mantiene la tensión a lo largo del film. Solo desde esa soledad definitiva, una vez que el esposo ha muerto y los hijos y la suegra la han abandonado, Gloria se mira, pero lo que ve reflejado es tan desesperante que prefiere desaparecer a seguirse mirando.

¿Qué he hecho yo para merecer esto!, igualmente actúa como el intertexto donde se imbrican el Hollywood del star system y la filmografía del destape durante el franquismo, al aludir al exceso de iconos del género, como Splendor in the Grass (1961) de Elia Kazan, y a lo denigrante del tratamiento de la mujer, en películas como ¡Vivan los novios! (1970) de Luis García Berlanga y Vente a Alemania Pepe (1971) de Pedro Lazaga.

La primera le sirve al director manchego, para hacer más grotesco el deseo de la abuela y el nieto de irse al pueblo y “poner un rancho como en la película”, pues en los campos españoles la hierba jamás brilla tanto como los pastos perfectamente manicurados del melodrama de Kazan. Y las producciones franquistas, por su parte, le permiten llevar a la irrisión la nostalgia del español medio, emigrado a Alemania en los años sesenta y setenta, a través del marido de Gloria, quien le restriega constantemente en la cara a su mujer lo estimulante de su affaire con Ingrid Müller a fin de humillarla y someterla todavía más.

En este contexto, únicamente los objetos sabrán de la existencia de Gloria, como lo demuestra la secuencia constituida por los tres planos fijos yuxtapuestos de las vitrinas mirándola pasar. Se ejemplifica así la anulación de la madre como mujer, pues su cuerpo se refleja sobre los aparadores opacado por una ropa deslucida, en cuya pobreza se lee además la biografía del propio Almodóvar: “los vestidos de Carmen Maura, que tienen gran importancia para mí, pertenecen a mis hermanas o a las amigas de mis hermanas a cuyas casas fui a buscarlos. Era absolutamente necesario que los trajes de Carmen estuviesen gastados, que tuvieran el aire ordinario de la ropa muy usada”.

La ley del deseo (1985) representa en este contexto la pulverización de la familia patriarcal y la reconstitución del melodrama tradicional, al quedar el hombre ubicado del lado históricamente reservado a la mujer. Se focaliza, asimismo, el deseo reprimido en los márgenes de la sociedad española, y se lleva el melodrama hacia un territorio que ni los directores norteamericanos —Douglas Sirk, Vincente Minnelli, Elia Kazan— ni los españoles —Florián Rey, Juan de Orduña, Rafael Gil—se hubiesen atrevido a pisar.

Pablo, Antonio, Tina y Juan actúan el deseo en un entramado de lazos consanguíneos y sanguíneos, hasta sus últimas consecuencias. Ello, sobre un escenario donde se inscribe el kitsch básico correspondiente al imaginario religioso y al bolero. A plena luz o en penumbra, el altar de la casa de Tina recicla los elementos que configuran la parafernalia de objetos propios del culto católico, yuxtaponiéndolos en un pastiche cuyo sentido proviene de la historia personal de quienes lo construyen: un transexual —mujer en la vida real— y la hija de la mujer —transexual en la vida real— con quien Tina vivió una vez.

La importancia del referente autobiográfico para articular esta familia al borde, se crece en La ley del deseo, permitiéndonos captar, con todo su impacto, lo sobrio de la autorreferencialidad de los personajes. De Tina, por ejemplo, quien consigna en su vestimenta las pistas que le permitirán, en la escena del hospital donde su hermano ha perdido la memoria después de un accidente de auto, revelar su yo a los ojos de todos.

En primer plano al pie de la cama o en plano medio caminando por la habitación, la apariencia de Tina, desapasionadamente, y a la vez que le muestra a Pablo fotografías de su infancia compartida, vierte su yo en el espacio en blanco que ha dejado la amnesia en el lugar del yo de aquel. Monotónicamente, las uñas de porcelana, el maquillaje hiperreal, los tacones infinitamente puntiagudos, relatan su cambio de sexo para complacer al padre —único hombre, junto con el cura Constantino, su director espiritual en la adolescencia, de quien estuvo alguna vez enamorada—, inscriben la fuga del hogar familiar, y los años juntos en Tánger hasta que el padre la abandonó por otra mujer.

Tal despliegue de lo irrepresentable, excesivo y prohibido, en los cortos y la primera etapa de Pedro Almodóvar, con una audacia nunca antes explorada dentro de la cinematografía española, resultó ser el punto de inflexión entre la familia franquista y la familia alternativa, que los años noventa y el nuevo milenio han seguido rastreando, pero adaptándola al ambiente más moderado de nuestra contemporaneidad, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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