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El estigma de la retórica

Es difícil encontrar, incluso entre gente culta, quien use adecuadamente el término retórica. La mayoría de las veces se lo emplea como sinónimo de sofisma, lo cual no es del todo acertado, pero obedece a un viejo estigma que pesa sobre este tan antiguo como casi omnipresente saber.

La retórica, que podríamos concebir, en términos muy simples, como un arte del discurso argumental y poético, nació en Siracusa en algún momento del siglo V a. C., y se desarrolló hasta finales del siglo XIX cuando cayó en desgracia. Después de un paréntesis de medio siglo, los estudios retóricos volvieron a ser tema de cátedras y seminarios cuando Perelman y Olbrechts-Tyteca publicaron en 1958 su Tratado de la argumentación, manteniéndose la vigencia de los estudios retóricos hasta la actualidad. Durante ese largo periplo histórico, la retórica ha sufrido sus altas y bajas.

El estigma del que hablábamos más arriba tiene sus inicios en dos diálogos de Platón: el Gorgias (388-385 a. C.) y el Fedro (385-371 a. C.), pero más marcadamente en el primero. En el Gorgias, Platón habla de dos retóricas: una buena (enmarcada en la ciencia y de la cual sería depositaria la filosofía) y otra mala (regida por la creencia y ejercida por la política). Por ello, Platón dirá categóricamente, en alusión a los malos políticos, que «la retórica es obrera de la persuasión que hace creer y no de la que hace saber».[1]

Platón entendía la política como la procura del bien común por medio de la elevación de las almas. A tal fin, solo la buena retórica cumpliría dicho cometido. Por ello, insistiría en La república en su tesis de que el gobernante ideal debe ser un filósofo. Solo así la retórica sería utilizada como persuasión «que hace saber», alejándose de la demagogia y de la retórica sofista.

Más tarde, en el Fedro, Platón reafirmará esta postura: la retórica, como herramienta política, debería estar al servicio de la psicagogia, esto es, el arte de conducir las almas mediante razones. Por consiguiente, el retórico, en la concepción antinómica de Platón, debe estar al servicio de la episteme (ciencia) y no de la doxa (creencia), ser menos sofista y más dialéctico.

Esta es una de las herencias helénicas que Occidente ha recibido. Quizás una de las más trágicas: la de la lógica antinómica. Todo pareciera reducirse a un raquítico universo de posibilidades: lo uno y lo otro. Pero eso será tema de otro artículo. Por lo pronto, baste saber que, definida la retórica así por Sócrates en la voz de su discípulo Platón, hemos arrastrado durante siglos una concepción simplista del arte de la persuasión que no le hace justicia.

La retórica es mucho más. Ha sido un metalenguaje, esto es, un discurso que habla de otro discurso: el del bien decir. A lo largo de dos milenios y medio, aquella ha diseñado un sistema y una tecnología de argumentación tales que sobre ellos se apoyó no poco de las dinámicas históricas. Sorprendería saber cuántas operaciones retóricas están al fondo de discursos y expresiones que dieron en su día el golpe de timón que cambió el rumbo de la historia.

La retórica también ha sido un sistema preceptivo y moral, con normas y fundamentos ético-filosóficos, que marcó categóricamente el modo como se enfocó el quehacer pedagógico de Occidente. En el lecho del pensamiento cristiano, sobre el que se alzan los pilares culturales de Occidente, está un modo de razonar que oscila entre el platonismo y el aristotelismo, pero un modo único de expresar esa dicotomía lógica: el sistema retórico.

También ha sido la retórica una tecnología del discurso literario. Una compleja taxonomía de figuras retóricas es el andamio con el cual, incluso hoy, se ha alzado el entramado poético que es subsidiario de la creación literaria occidental.

Hasta debajo de un arte moderno como la publicidad subyace la retórica argumental con su orden nestoriano: argumento fuerte, argumento débil, argumento muy fuerte… a veces sin palabras… a veces solo con imágenes. Sin principios retóricos como la suasión (persuasión/disuasión), el logos (razón), el pathos (emoción), el ethos (autoridad) y la empatía no sería posible concebir ni hablar de publicidad tal y como la entendemos hoy.

Cada vez que alguien, en una lógica reductiva, dice que esto o aquello es pura retórica, recuerdo que Hitler persuadió a los alemanes y hundió media Europa con retórica. Que Martin Luther King abrió las puertas del respeto a los derechos fundamentales de los negros en Estados Unidos con retórica. Que Gandhi quebró la hegemonía británica en la India y fundó una categoría de lucha social, la no violencia, con retórica.

Cada vez que alguien dice que tal o cual pregunta es retórica, recuerdo que Cristo, en la cruz, colocó la redención de la humanidad sobre el vértice de una pregunta retórica (para ser más exactos, una quaesitum):[2] «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), cuya respuesta está vinculada al Salmo 22 y en torno de la cual la teología ha escrito cientos de páginas. Que la conciencia nos interpela con una pregunta retórica: «¿Qué he hecho?». Que ante la muerte nos hacemos siempre la misma pregunta retórica: «¿Por qué?».

La vida es retórica viva. A diario somos cruzados por ella. Todo ejercicio de la razón que aspira elevarse al intelecto es retórico. Luego está el silencio, tan necesario a la retórica como el agua a una planta. En él están todas las posibilidades de la retórica: el mundo y cuanto pueda contener.


[1] Platón, Diálogos: Gorgias, Fedón, El banquete. Traducido por Luis Roig, 45ª ed. (Madrid: Espasa Calpe, 2007), 57-58.

[2] La quaesitum es una pregunta retórica que demanda una respuesta compleja. Por el contrario, la interrogatio solo exige un o un no por contestación.

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