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Hector Velarde

Creación y academia, una historia de amor y odio (Parte I)

Se supone que debería ser el matrimonio perfecto: unos escriben novelas, poemas, ensayos y otros dedican su vida a enseñar y escribir sobre novelas, poemas y ensayos. Pero no es necesariamente así, sabemos que no es así, nos consta a escritores, académicos, y estudiantes universitarios. Lo que hay dista mucho de ser un matrimonio perfecto y es, más bien, una relación tirante y a veces hasta desconfiada; sobre todo entre los escritores vivos y el día a día del ejercicio académico universitario. Es decir, un matrimonio, una especie de familia disfuncional que ha pasado por momentos de declaraciones de amor eterno hasta otros de sonados divorcios.

Entre los siglos XIX y XX, ensayistas como los peruanos Manuel Gonzales Prada y José Carlos Mariátegui desarrollaron magníficas obras no sólo lejos de la academia y los claustros universitarios sino con la convicción de que si se acercaban demasiado a ellos, ponían en riesgo su libertad de pensamiento y creación. Era una visión romántica movida, tal vez, por la idea de que la universidad era parte integral y activa de un sistema económico y político que debía ser cambiado, si es que se pretendía cambiar, a su vez, a la sociedad que la cobija, hacerla más justa e igualitaria, hacia el anarquismo, desde la perspectiva de Gonzales Prada o hacia el socialismo, desde la perspectiva de Mariátegui. Años después, en esta misma tónica pero mucho más crítica, el filósofo austriaco Ivan Illich escribió: “La universidad moderna ha alienado su oportunidad de proporcionar sencillamente un marco para encuentros autónomos y anárquicos, orientados pero no planificados, entusiastas. En cambio, ha elegido convertirse en gerente de un proceso que fabrica los productos llamados investigación y docencia”.

Sin embargo, en tiempos más recientes, son numerosos los escritores latinoamericanos y españoles que han encontrado en la academia un medio idóneo para desarrollar sus obras literarias, ya sea dedicando su vida entera a la enseñanza universitaria o enseñando algunos semestres en universidades de todo el mundo o dando conferencias, periódicamente, en ellas. Como ejemplo de los primeros hay muchos: Edmundo Paz Soldán en la Universidad de Cornell, Junot Díaz en MIT, Mayra Santos en la Universidad de Puerto Rico, Sylvia Molloy en NYU, Isaac Goldemberg en CUNY, Ariel Dorfman en Duke, Tomás Eloy Martínez en Rudgers, Carmen Boullosa en City College, Ricardo Piglia en Princeton, etc. Y de los segundos, muchos más, como: Antonio Muñoz Molina, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, Octavio Paz, Ángel Rama, Jorge Luis Borges, Juan Villoro, etc. Pero hay muchos más, la lista es interminable en ambos casos.

Guardando las distancias, como estudiante de un programa de doctorado en literaturas hispánicas y como aspirante a escritor en un programa de creación literaria, y también como amigo de otros escritores inscritos en la academia, creo que también he pasado por el mismo dilema diría casi existencial y moral de ser un escritor en la academia y acaso viceversa. Mi formación fue en cine y periodismo y llegué a la academia casi por casualidad, pero no por casualidad me quedé. Fue una decisión consciente que tomé porque creía que necesitaba la formación académica para ser un mejor escritor, y para escribir, además de ficción, ensayo y crítica literaria. Y no porque en la academia se aprenda a escribir mejor, sino porque la academia te enseña a leer mejor, un buen profesor te enseña a ser un mejor lector, te ayuda a tener un conocimiento orgánico y estructurado de la literatura y las ideas, a descubrir las ilimitadas complejidades que puede tener un gran libro, un movimiento literario o un gran autor, a tomar plena consciencia del uso de las palabras, y eso es vital para la construcción de una obra literaria propia. Hay muchos escritores como Luis de Góngora, Miguel de Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz o el Inca Garcilaso de la Vega que estoy seguro no hubiera llegado a leerlos con la profundidad, complejidad y pasión que lo he hecho, sin la formación previa que obtuve en algunas clases universitarias.

Pero hay otros aspectos menos amigables para un escritor en la academia, y viceversa, por supuesto. Quizás uno de ellos sea, para los escritores, el hecho de leer todo siguiendo un patrón, un orden curricular, sistemáticamente, de leer autores que, probablemente no le interesan demasiado, de aprender de memoria sobre periodos históricos literarios y movimientos culturales a veces artificiales, que sólo existen en la cabeza de algunos académicos con demasiado poder relativo dentro de sus aulas; o densas teorías literarias que van y vienen como la moda y las aves en verano, e incluso, aprender de obras que de repente son importantes en el marco de la historia, la historiografía, la filología y la crítica literaria, pero no necesariamente están vivos en la memoria, el corazón y la imaginación de los lectores y literatos.

La anarquía como la mayoría de los narradores y poetas se acercan a leer y conocer sobre sus libros y autores favoritos, choca de lleno y con frecuencia contra la sistematicidad del sistema universitario. A su vez, probablemente, algunos académicos y profesores universitarios, ven con cierto desdén y hasta aburrimiento, las excentricidades, subjetividad, informalidad, neurosis y manías de ciertos escritores, célebres o no, jóvenes o viejos, dentro y fuera de la academia, y se preguntan: ¿Cómo es que escriben?, ¿con qué herramientas?, ¿es qué no saben lo que se están perdiendo?

Recuerdo un comentario que me hizo el escritor español Antonio Muñoz Molina, cuando lo entrevisté el 2007 para la revista Alma Magazine de Miami, en un café muy cerca a la Universidad de Columbia, rodeados de catedráticos y estudiantes; y quien, dicho sea de paso, ha sido profesor itinerante durante toda su vida, además de periodista, promotor cultural, y director del Instituto Cervantes de Nueva York. Él me dijo, entre broma y broma y con cierto sarcasmo, que los académicos esperaban que los escritores se murieran para poder escribir sobre ellos, y que lo que mantenía viva la literatura eran los escritores, no los académicos.

Este comentario, pese a ser un comentario informal en el marco de una entrevista periodística, para una sección cultural de una revista norteamericana, me dio vueltas en la cabeza por muchos años, sin llegar a ninguna conclusión; al menos hasta ahora, que quiero compartir mis reflexiones con quien me lea o escuche, porque quiero, intencionalmente, destacar los aspectos más positivos y necesarios de este matrimonio longevo y extravagante; a partir, en parte, de mi propia experiencia creativa, pero sobretodo de lo que he aprendido de la experiencia de otros escritores en la academia.

Y uso la palabra intencional porque mis reflexiones parten de la convicción de que mientras todavía algunos escritores y académicos gastan energías en riñas de matrimonio viejo; ambos, académicos y escritores estamos perdiendo la batalla más importante para todos nosotros, y esta batalla es el desmoronamiento de la importancia y prestigio social de las humanidades en todo el mundo académico y el mundo real, de cualquier país, frente a las ciencias, la economía y los números. Aunque ahora se publica más que nunca, y hay facultades de literatura y letras por doquier, las humanidades ya no son lo que fueron, han perdido peso académico y prestigio intelectual, creo que eso nadie lo puede negar. Necesitan una refundación o terminarán siendo arrinconadas en las universidades y centros de investigación, aún más de lo que están ahora. Basta una breve caminata en cualquier departamento de ingeniería o ciencias de cualquier centro académico para ver la diferencia de inversión entre unos y otros programas universitarios.

El profesor Alvin Kernan lo explicó muy bien, en la introducción de su libro What’s happened to the humanities?, demostrando como desde la Segunda Guerra Mundial, los presupuestos académicos y de investigación, y las masas de estudiantes inscritos en los programas de humanidades y literatura han ido decreciendo sistemáticamente, en proporción al aumento de la población.  En otra sección de este mismo libro, la profesora Lynn Hunt, en su estudio: Democratization and Decline?, asegura que este innegable deterioro de los presupuestos asignados a los departamentos de humanidades, pero particularmente de literatura, ha coincidido con la irrupción de una nueva demografía universitaria, tanto entre alumnos como entre profesores. Si hasta finales de los años 50 y principios de los 60, las cátedras de literatura y humanidades estaban copadas mayoritariamente por hombres blancos anglosajones, en las últimas décadas, estos mismos departamentos y sus puestos académicos más importantes están siendo relevados por estudiantes mujeres, profesoras, minorías étnicas y sexuales. Lynn Hunt se pregunta si este nuevo escenario no tiene algo que ver con el hecho histórico que todavía afecta la realidad actual, de que la sociedad machista y discriminatoria valora menos, paga menos, y le da un prestigio social menor, a las mujeres profesionales, y a las minorías ya sean étnicas, culturales o sexuales.

A los creadores no nos va mejor en el mundo real, en el mundo de los lectores, aunque parezca lo contrario, porque ahora más que nunca el mercado literario premia la biografía y la foto el “good looking” tanto o más que la obra, porque eso multiplica la capacidad de venta de ese producto llamado libro y ese otro producto llamado autor. Ahora el mercado prioriza otro tipo de literatura, la que vende más, no necesariamente la mejor; la literatura light, de escándalo, de impacto mediático, de autoayuda, escrita con simpleza, sin ningún rigor estético ni literario. No siempre es así, por supuesto, todavía hay algunos escritores de gran valía que son, además, éxitos en ventas, pero en las listas de best sellers abundan por lo general obras de lectura rápida, de avión, que no te exigen mayor esfuerzo ni crítica al sistema, que te hacen olvidar y soportar mejor el estrés y las exigencias de la sociedad moderna capitalista.

Atrás quedaron aquellos tiempos como los que contaba José Donoso en su libro: Historia personal del Boom, cuando se quejaba de tener que enseñar literatura en las universidades norteamericanas, porque: ¡de algo hay que vivir! Para tener tiempo y poder hacer algo de dinero y luego regresar a Barcelona, para poder escribir con cierta tranquilidad. Experiencias universitarias que más tarde plasmó en su novela, de título más que sugestivo: Donde van a morir los elefantes.

Atrás quedaron esos tiempos disfuncionales porque ahora resulta que son los departamentos de literatura, que antes tantos escritores subestimaron y hasta criticaron con desprecio y arrogancia, los que rescatan aquellos libros y autores que en un mundo dominado por el consumismo y el mercadeo, la lectura rápida no exigente, no tendrían espacio entre los lectores y ni siquiera entre los críticos de periódicos, quienes se ven desbordados por las exigencias de las editoriales de moda. Para muestra un par de botones que hemos leído en clase, dos escritores que han pasado a ser parte de mi familia espiritual: Juan José Saer y Felisberto Hernández. ¡Que levante la mano quien alguna vez se haya cruzado con la obra de alguno de estos autores en Barnes & Noble u otra cadena de librerías!

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