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Manuel Adrián López

Conversaciones desde Inwood

Saborear el café despacio es uno de los placeres que me doy; eso y mirar de reojo las portañuelas que se posan delante de mis ojos mientras voy en el tren de camino al trabajo, o de regreso. Es exactamente el mismo “feeling” de cuando te detienes delante de una panadería y se te hace agua la boca con tantas delicias que saltan a tu encuentro queriendo ser poseídas, bajas la vista y sigues tu camino sin tocarlas. Pero va más allá de eso; me recuerda a mí mismo que todavía sigo vivo.

En esta época de otoño camino por Fort Tyron Park pidiéndole a los árboles que me sepulten con esas hojas color tierra y amarillo quemado que se van acumulando por doquier. Quiero cobijarme con esas hojas secas que fueron de un verde esplendoroso alguna vez. Yo nunca he sido esplendoroso, les aclaro a los árboles que me oyen en silencio con demasiada atención.

En esta ciudad uno solo tiene dos opciones, o sobrevives o te pierdes en la muchedumbre. No logro colocarme dentro de una u otra todavía, sin embargo hay días que me creo invencible. Salgo a la calle Ellwood cada mañana a desafiar a los satélites, vivos y muertos que habitan a sus alrededores. A eso de las 7:22am tropiezo con el “porter” del edificio donde vivo, intercambiamos siempre las mismas palabras, los mismos gestos y bajamos la vista al unísono sin despedirnos. Tropiezo con el altar que han montado al lado de la puerta de entrada. Han puesto coronas de flores, dulces y una decena de velas para la difunta, pero eso se los debo en otro momento. Doblo la esquina, ya casi ni miro si está el grupito que se aloja en la entrada del colmao, hablando de un modo que no logro entender, extendiendo la mano uno, mientras el otro saca la bolsa de droga de su bolsillo en espera del billete.

Cruzo la calle Broadway rumbo a la estación 190 a tomar el tren que me lleva hasta la 34. La mayoría de las veces camino a través del parque. Me burlo del hombre que permanece en la esquina y que acecha a los que pasamos por su templo. Nunca se quita su bufanda gris con rayas naranja, sonríe, quiere irse conmigo, pero no lo acepto. Al entrar y salir del parque alzo mis brazos como si fueran unas gigantes alas, cubriéndome la cabeza, pidiendo que la negatividad se mantenga alejada de mí. Creo lograr mi objetivo, aunque a veces llego a casa en son de guerra o con deseos de tirarlo todo a la basura.

Subo la loma de la calle Bennett evitando a la poeta que todavía no logra entender que ya esta calle no le pertenece. Aterra a todos los que nos detenemos a observarla. Pero este episodio también vendrá en otro momento. Soy una nube negra que avanza rumbo a la entrada del metro. Las piernas se han fortalecido en estos meses de andar a pie, aunque de vez en cuando siento un escalofrío profundo o a veces un fuego intenso que las quema. A veces pienso que soy un muñeco de trapo que lo pinchan con alfileres o que me prenden candela para achicharrarme.

En la entrada del metro veo las mismas caras cada amanecer. El judío canoso con pantalones kaki y camisa de rayitas multicolores, con sweater gris o azul para estos días. El moreno con labios pulposos, chaqueta negra de piel y su mochila roja que siempre lo acompaña. La señora canosa que hoy lleva sombrero de pana carmelita y que siempre saluda al subirse al tren. Los cuatro o cinco adolescentes dominicanos con uniforme que van rumbo al colegio. Así se van sumando y yo espiando a cada uno de ellos. Ya sentado o parado en el tren A, giro mi cabeza a lo Linda Blair en el Exorcista absorbiendo todo a mi alrededor. Casi siempre voy leyendo, pero a veces hago un alto y miro de reojo a algo, o alguien que me llama la atención y lo archivo.

He fabricado en mi cabeza cientos de historias, una por cada personaje que aparece. Estoy aprendiendo a ser parte clave de estas historias. Mirarme en un espejo, reconocerme en los rostros de cada desconocido que cruza al alcance de estos ojos míos gastados y casi siempre nublados. Aquí se aprende un poco de todo. En esta ciudad los extraños se convierten en tus amigos temporales. No esperes ver a esos que a la distancia te decían que cuando llegues les avise; todos desaparecen por arte de magia. Aquí te tienes a ti mismo, y para de contar.

El tren llega a la 34, me escabullo dentro de la muchedumbre, empujando a quien sea para tomar las escaleras hacia la salida. Logro llegar a la calle justo cuando el autobús se marcha. Espero al próximo con mis manos escondidas en los bolsillos de mi abrigo japonés mirando hacia un lugar que no existe, la mente extraviada en alguna otra selva, pero siento una mano huesuda que me toca el hombro. Me recuerda la mano de mi abuelo. Salgo de ese estado típico en mí y busco a quien me toca el hombro pero no lo encuentro. Unos minutos más tarde llega el autobús, subo y consigo un asiento justo al lado del desconocido que siempre intercambia miradas conmigo. Lo observo y él me esquiva. Saco mi celular y comienzo a tomar notas, evitando olvidarme de los detalles. Me vengaré; él también tendrá su merecido en un próximo cuento.

Me bajo del autobús, llamo a casa como todos los días, hablo unos minutos y me despido con el beso típico de siempre. Camino las dos cuadras hacia la oficina, sudo aun con el frío. El miedo a convertirme en estadística, ese puto miedo a ser un hombre aburrido y mecánico se apodera de mí. Entonces me detengo afuera, en el área donde salen a fumar, aunque nunca he fumado y ni intentarlo, y ahí espero para estar tarde unos minutos, para evitar la rutina, para rebelarme contra el hombre conforme que habita dentro de mí.


Photo Credits: CircaSassy

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