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Erik Starck

Choques

Hace unos días, era un domingo cerca de las 2 de la tarde, iba con mi mujer a almorzar a casa de mis primos. Era un trayecto breve, no más de 12 cuadras. Dado el día y la hora, las calles estaban desiertas. Yo avanzaba a poca velocidad, y al llegar a un cruce vi que no se acercaba nadie por la calle que atravesaba, y seguí mi marcha. En esa esquina la visibilidad es muy mala. Cuando estaba acabando de cruzar, surgió como de la nada un bólido y me pasó por delante, sin darme tiempo a frenar. Afortunadamente el impacto no fue fuerte, y los daños nada significativos, apenas más que un raspón. Pero fue el primer choque de mi vida, y llevo muchos años manejando. Este hecho me forzó casi inconscientemente a hacer memoria, y pasé lista a mis accidentes, los dignos de mención. Fueron solamente tres.

VAGÓN FUMADOR

Yo tendría unos 18 años, vivíamos en La Lucila, en los suburbios de Buenos Aires. El medio de transporte para ir al centro y volver era un tren suburbano, una suerte de metro de superficie, que partía de la estación Retiro, una enorme estructura de hierro de techo vidriado de estilo inglés. Los vagones tenían dos compartimentos. En uno se podía fumar, en el otro estaba prohibido. Yo viajaba siempre en el último compartimento del último vagón, debido a que me apeaba en el extremo sur del andén, el más cercano a mi casa. Venía de ver una película de Bergman, y al subir al tren sentí ganas de fumar. Para poder hacerlo tuve que trasladarme a la parte delantera del vagón, donde estaba permitido fumar. El tren salió de la estación, era noche cerrada y en los primeros kilómetros de recorrido solo hay vías de ferrocarril, por lo que la zona está muy poco iluminada. Llevaríamos unos tres o cuatro minutos de marcha, cuando de pronto el tren sufrió una sacudida espantosa, hubo un ruido terrible, seguido de gritos de horror y olor a chamusquina. El asiento en que viajaba, fumando, se torció y me aprisionó las piernas contra el respaldo del asiento delantero. La razón: la locomotora de un tren de carga se había incrustado en el último vagón del tren en que yo iba, con tal fuerza que llegó hasta casi la mitad del mismo, como la hoja de un cuchillo que se metiera en su vaina. Lo que siguió no consigo recordarlo con precisión. Sé que de algún modo liberé mis piernas y salté por la ventanilla. Caminé, junto con otros pasajeros, por las vías del tren, hasta que logramos salir a una calle. Seguramente seguí el recorrido en un colectivo (argentinismo por autobús) y llegué muy entrada la noche a mi casa, en la que todos dormían. A la mañana siguiente, en la primera página del periódico, una gran foto del desastre ilustraba lo ocurrido. Era una imagen espeluznante. Me voy a permitir diferir de Chejov. En mi caso, mi monólogo se llamaría “Sobre el bien que hace el tabaco”.  De no haber decidido fumar, muy probablemente me hubiera contado entre las víctimas del accidente. Gracias, Philip Morris.

DE BELGICA, SIN AMOR

Como parte del año sabático europeo que narré en mi nota titulada Mi escarabajo de Oro, la etapa siguiente de mi viaje en solitario era Bruselas, donde me esperaba Charles Boulenger, un arquitecto con quien nos habíamos hecho amigos hacía ya muchos años, en un viaje por algunas ciudades europeas junto con un grupo de estudiantes de arquitectura de varios países. En esa época – no sé si todavía – las curvas de las rutas belgas no tenían peralte, eran planas. El peralte es una inclinación con que se construye la calzada en las curvas, para contrarrestar el efecto centrífugo que se produce sobre el vehículo. Faltaban pocos kilómetros para llegar a Bruselas, la calzada estaba húmeda, y en una curva que tuve que tomar, a regular velocidad, había una gran mancha de aceite. Mi Volkswagen comenzó a derrapar y a girar sobre sí mismo, y debido al estado de la calzada el coche seguía desplazándose a pesar de mi intento de frenarlo. Mi recuerdo más indeleble es la terrible sensación de impotencia ante lo inevitable. El coche seguía girando como un trompo y yo solo atinaba a emitir una suerte de gruñido, totalmente inconsciente. Por fin el escarabajo impactó contra el guardrail, y en el impacto mi cuerpo fue lanzado hacia adelante y a la derecha, haciéndome romper con la frente el espejo retrovisor. Me salvó de peores consecuencias que la carretera no tuviera mucho tránsito. Un camión remolcó mi autito, y una ambulancia me llevó a un hospital, donde me cosieron con varios puntos el párpado superior del ojo izquierdo, con el que había roto el espejo. Para peor, mi amigo Charles no tenía espacio en su casa donde alojarme, y me derivó a la casa de una tía, una especie de brujita mínima y arrugada, que tuvo que calarse mi presencia mientras reparaban los daños del escarabajo. No es mucho más lo que recuerdo de Bruselas. Tal vez la Plaza de la Moneda, y un suculento plato de mejillones con papas fritas, el plato nacional belga.

SUNDANCE, SNOWDANCE

En 1999 fui invitado con mi película 100 AÑOS DE PERDÓN al festival de Sundance. Cuando pregunté a uno de los organizadores del festival porqué se realizaba en lo más crudo del invierno me respondió con un mohín: “porque nos gusta”. En realidad, la presencia del cine latinoamericano en Sundance, que nació como la meca del cine independiente norteamericano, se debió a un affaire que sostuvieron Robert Redford, su fundador, con la brasileña Sonia Braga. Además de haberme tenido que pertrechar concienzudamente para combatir el tremendo frio invernal, lo que pude constatar fue que el cine latinoamericano despertaba muy poco interés de parte de los espectadores y asistentes al festival. Lo que movía el interés de los parties que se celebraban todas las noches, eran las noticias que aparecían en la prensa del día siguiente anunciando cuántos millones se habían pagado por los derechos del film sorpresa del festival, evidentemente norteamericano. Participé, con el grupo de colegas hispanoamericanos (cubanos, mexicanos, españoles) de la cena que nos ofreció Geoffrey Gilmore, director del festival en ese entonces, asistí a la proyección de mi película, y llegó la hora del regreso.

El festival tiene lugar en Park City, pero los vuelos llegan y parten de Salt Lake City, en Utah, y hay que cubrir los kilómetros que separan ambas localidades. Éramos varios los que regresábamos, además de otros viajeros. Nos montamos en el consabido Greyhound, y partimos. No olvidar que estamos en pleno invierno. La nieve invade los campos, y la calzada está cubierta por una capa de hielo. El autobús avanzaba por una ancha carretera que atravesaba una campiña desierta, cruzada de tanto en tanto por un elevado o por otra carretera. Casi todos los pasajeros íbamos dormitando, la salida había sido muy tempranera y la regularidad de la marcha y el sonido del motor obraban casi como una canción de cuna. Y de pronto sentí en el cuerpo una sensación extraña, y desperté. Me di cuenta que el autobús había comenzado a resbalar, el chofer no lograba controlarlo, y el mastodonte iba haciendo eses sobre la calzada helada. El mayor peligro, me di cuenta, era que impactara contra alguna de las columnas que sostenían los elevados. Afortunadamente esto no ocurrió, pero lo que comenzó a ocurrir – y lo digo así porque parecía una toma en cámara lenta – fue que el autobús comenzó a inclinarse sobre el costado izquierdo sin dejar de avanzar, hasta que terminó como en un aterrizaje suave, recostado sobre la tierra nevada que bordeaba la carretera. Yo iba sentado precisamente del lado izquierdo, y de haber abierto la ventanilla hubiera podido tocar la nieve.

Todos los pasajeros salimos al exterior, llegaron de inmediato patrulleros, bomberos y ambulancias. Y casi al mismo tiempo llegó un enjambre de abogados, tratando de encontrar pasajeros que hubieran sufrido algún daño para poder demandar a la empresa de transportes. En Argentina los llamamos caranchos, y hay pocas profesiones tan detestadas por los propios norteamericanos. Pero la imagen que tengo grabada es la del pobre chofer, un veterano que no paraba de temblar ni podía emitir sonido alguno. Además del susto, sabía que su carrera había terminado.


Photo Credits: Erik Starck

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